(Con las disculpas y proverbial paciencia que tendría Octavio Paz)
Sentí la voz gangosa, gutural, desesperada, como si algo le apretara la garganta que me decía: todo está oscuro y sin salida.
Es una calle larga y silenciosa que transito sin saber cómo llegué a ella. Volteé hacia donde venían los sonidos y para mi sorpresa y miedo no había nadie. Un elemental sentido de defensa me hizo correr sobre el empedrado sintiendo para mi desconcierto que alguien también las pisa sobre las piedras mudas escuchando el crujir de las hojas secas a pocos metros de mi espalda. Vuelvo el rostro: Nadie.
Sigo mi andar y siento sus pasos. Si corro, corre, si me detengo, se detiene. Me tranquilizo. Si quisiera alcanzarme, herirme, eliminarme, ya lo hubiera hecho, es la angustia que me invade, pienso.
Continuo mi camino en las tinieblas, tropiezo, caigo, siento que la garganta me quema, me asfixia, como si dos tenazas se hubiesen adueñado de mi cuello, y doy vueltas y vueltas en esquinas que siempre dan para la calle donde nadie me espera ni me sigue, sintiendo que el aire me es más esquivo cada minuto, cada segundo y veo delante de mí a un hombre que tropieza y cae girando el rostro hacia mí diciéndome con voz, gangosa, gutural y desesperada: nadie.
Entonces me acerco, escudriño, tratando de ver su rostro entre sus manos aferradas al cuello. Al lograrlo comprendo, con la calma que tenemos los espíritus, que soy sólo la sombra, testigo de excepción de mi final inesperado.
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