¡MIENTEME!
—¡Miénteme! —le dijo con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas. No hay amor más verdadero que el que no espera nada a cambio, pero nuestra amiga, ciega del mismo, no reparaba en tal cuestión. El hablar dulce y meloso de su pareja se mezclaba con el aroma de flores que, aplastadas, pedían a gritos les devolvieran a su estado original.
No era una persona muy agraciada que digamos, así que se preguntó muchas veces el por qué del interés de él hacia ella.
Cuando se dio cuenta, era demasiado tarde. Con los ojos totalmente dilatados y esa mueca grotesca, delataba ciertamente su gran equivocación.
Palada tras palada, la tierra cubrió el cuerpo de la desgraciada. A cada resoplido, el hombre delataba un mal estado de salud, ni qué decir que las cervezas con tapas no perdonarían a un cincuentón con prominente barriga. Mientras repasaba cuánto la odiaba, no dejaba de soltar maldiciones sobre el lugar, la faena que le daba, ni el tiempo tan gélido, que aquellas horas más bien eran para estar bien calentito debajo de unas estupendas mantas.
Cuando hubo terminado, cansado, sucio y helado de frío, subió a su automóvil y se dirigió a su piso. Un reguero de prendas, que seguía desde su dormitorio hasta la ducha (como siempre hacía), presuponía un lavado de nuestro amigo metido al viejo oficio de enterrador.
El ruido del agua al caer y el discurrir de la misma por ese cuerpo fofo y rechoncho deleitaban a nuestro personaje. Hasta tal punto que un resurgir inesperado en su entrepierna hacia prefijar un inusitado placer. Sin ningún remordimiento, se aplicó a la bien y placentera tarea de darse placer solitario.
En ello estaba el homicida cuando unos gruñidos se dejaron oír entre el crepitar del agua. Al correr la cortina, una dantesca escena se le presentó como a corta distancia.
—¡¡No podía ser!! —dijo con un rictus de terror.
Un hedor nauseabundo inundaba todo el baño. Enfrente, un ser con la ropa hecha guiñapos a duras penas se arrastraba dejando un rastro de baba cual gran caracol.
Fue subiendo por la bañera y alcanzó al desgraciado que, presa de terror, inmóvil, esperaba.
Empezó por las piernas, con deleite apetito devoró ese pene que por una inexplicable razón todavía seguía erguido. En cuanto hubo terminado de engullir a nuestro malogrado protagonista, volvió por donde había venido. Fue arrastrándose con mucha dificultad hasta el lugar de tierra removida que había sido su sepultura.
Pasó el tiempo. Una pareja de enamorados se perseguían dándose continuos arrumacos. Abrazados, acabaron rodando por el suelo, pero en uno de los forcejeos cariñosos toparon con algo extraño que sobresalía del suelo.
Un grito de horror salió de sus respectivas gargantas, casi en frente de sus caras, una mano sobresalía de la tierra sujetando un flácido y podrido pene.
FIN.
J.M. MARTÍNEZ PEDRÓS.
Todas las obras están registradas.
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