LAS SEIS SILLAS
Parecía que era un hombre bordeando los cincuenta años, enjuto pero con la suficiente fortaleza para, no se como, llevar seis sillas de madera a la vez; casi como tres en cada brazo y que se juntaban en la parte superior, por sobre su cabeza, haciendo una especie de contrapeso unas con otras. Andaba con paso que intentaban ser ligeros y que el peso iba reteniendo en cada medio tranco que daba.
Lo iba mirando como desde una cuadra atrás; dirigiéndome hacía el colegio del menor de mis hijos, también pensaba cortar camino por el pequeño parque en el que él ya se encaminaba hacia el camino central, porfiando en equilibrar su pesada e incomoda carga.
Desde una de las casas de la vereda que él había dejado para cruzar hacia el parque, sentimos el clamor de un niño, pequeño, de unos cinco o seis años, quien encaramado en una pequeña ventana del tercer piso, lanzaba su voz al viento.
-¡Señor!, ¡señor! –gritaba el pequeño.
El señor de las sillas apenas volteó y siguió en su camino hacia el centro del parque.
-¡¡Señorrr!! ¡¡Señorrr!! –insistió el niño dándole a su voz un tono algo preocupante.
El señor se detuvo.
-¡¡¡Señorrrrr!!! –volvió a gritar, el chiquitín, estrujando más aún su voz.
El señor de las sillas dejó sus dudas y temiendo, seguramente alguna emergencia, tal como la temía yo, desandó unos veinte metros hasta la casa con la ventana por donde asomaba el pequeño. Cuando estuvo justo debajo, el niño preguntó:
-¡Señor! ¡Señor!... ¿A dónde lleva esas sillas?
Hasta hoy, pasados fácilmente diez años, no logro llegar a imaginar que revoloteo en la mente del señor de las seis sillas ante la inocente pregunta, y en silenció, volvió a encaminar su destino y se perdió tras la primera esquina, equilibrando sus seis sillas de madera.
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