¿Será simple superstición acaso, o por un miedo indefinible a los oscuros mecanismos que van trazando nuestros días? ¿Será temor a que se repita el episodio ocurrido en el pretérito perfecto de mis años mozos? Sea lo que sea, ocurre que cuando siento la tentación de imaginarme enfermo terminal en la cama de un hospital, bajo el resguardo incierto de personajes de blanco, imagino que la amada de mis sueños, la inalcanzable, ingresa para brindarme su amor en el mismo instante en que exhalo mi último suspiro. Y no bien establezco dicha imagen luctuosa en mi mente enfebrecida, la borro de inmediato de dicha pantalla, apelando a una almohadilla virtuosa que deshace dicha invocación. Y paso a otro tema, sin devolverme siquiera a re degustar aquello que me brinda un cierto placer morboso y por lo tanto, proscrito de mi pensamiento.
La razón probable, se cierne en aquellos años despreocupados de mi juventud, cuando soñaba más bien con una mujer etérea, que no se parecía para nada con aquellas chicas voluntariosas, vulgares y profanas que merodeaban mis escenarios. Ninguna de ellas se aproximaba ni un milímetro siquiera al ideal que se había formado en mi conciencia espuria, sin cotejos reales con la vida cotidiana, alimentada sólo con literatura romántica que me propiciaba seres idealistas y sin cabida alguna en el plano real.
En tal precaria condición, siendo más bien un espectador incauto que un muchacho en vías de conquistar a alguna fémina, me dejaba querer por jovenzuelas que no llenaban mi gusto, recibía sus ofrendas y luego, me hacía el simón, como decía mi abuela, cuando alguien se hacía el desentendido. Así como ciertas jovenzuelas buscan a su príncipe azul, yo imaginaba una doncella envuelta en tules, de belleza celestial y de excelsa sublimidad en sus gestos.
Pero, en ese trance, apareció una muchacha pequeñita, de belleza muy terrenal y modales que sin ser poco finos, no se asemejaban a los de la princesa de mis sueños. Murió en mí el soñador y dio paso al joven fogoso que se sentía estremecer por las fluctuaciones hormonales que le producía aquella mozuela de curvas deleitosas. La muchacha aquella se transformó en mi objeto de deseo y seducción, pero como yo no era experto en dichas artes sino un pánfilo insípido, los escarceos no condujeron a nada.
Entonces, convivieron en mí, el muchacho ardiente y el romántico de tomo y lomo, que deseando a la muchacha con todo su ser, callaba su tormento y se desangraba por dentro, sintiendo incluso un oscuro placer en tal estado, imaginando que la bella lo abordaba y se le entregaba.
Palidecí visiblemente con esta procesión interna y todos se dieron cuenta de ello. Es difícil disimular las penas de amor y yo, anémico de vida, desplomada de su pedestal esta princesa de carne y hueso, la evocaba en mis noches y quizás hasta hablé en sueños, pero eso sólo podía saberlo mi almohada.
Allí fue que comencé a imaginarme como un enfermo terminal, un ser exánime, que aguardaba su próximo fin, enturbiado su pensamiento por las drogas que lo sujetaban a esta precariedad. Veía a todos mis familiares en torno mío, llorosos pero contenidos, incluso creía escuchar una melodía de infinita dulzura, la que precedía la entrada de la muchacha aquella, conturbada, presa de la desdicha más sincera, confesándome que siempre me había amado. Descabellados pensamientos, si ahora me imagino a mi mismo con ojos de cordero degollado, sonriendo en un rictus cadavérico que espantaría a cualquier chicuela mundana.
El tema es que me solazaba con aquello y era acaso un singular efecto placebo para un romance que jamás se consumó, ya que la muchacha desapareció cualquier día de mi vida y esto fue el inicio de la declinación de mis cavilaciones morbosas.
Años después, supe que la chica aquella había fallecido trágicamente y un no se qué de culpabilidad me invadió por completo. ¿No habría yo movilizado con mis lúdicos pensamientos algún mecanismo arcano que desdice todo lo imaginado y actúa en contraposición? ¿No sería yo el culpable de la muerte de una chica que merecía existir, en concordia con los suyos y con sus propias ilusiones?
Y, no conforme con todo esto, no me he deshecho jamás de estos extraños pensamientos, imaginando que poseo poderes que invierten la realidad. Por lo tanto, no sé si es por un miedo supersticioso, o por temor a lo desconocido, que ya no me visualizo cual Margarita Gautier frente a su amado. Y si aparece ese pensamiento, rebelde y tendencioso, lo conjuro de inmediato, con ademán desesperado. Y eso, porque amo mucho a los que me rodean y no deseo hacerles el menor daño…
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