Entraste por las cinco puertas de la medina de Xauen y viste sus ojos. Venías de Tetuán, ella te miró al pasar. No has podido olvidar esa mirada, ¿verdad? La seguiste durante un rato por la extraña ciudad azul y viste cómo se encaramaba en un minarete y ceñía las murallas en las estribaciones del Rif. La perseguiste por el añil de sus callejuelas empinadas y sus caprichosas escaleras y clausuras. Aquellos ojos. Los ojos de los ahogados en el Estrecho, pensaste, tienen la misma mirada. Pero ellos no pueden ya aspirar el aire, ni desear la confusión de sabores en el cielo del paladar mientras besan. Los ojos húmedos que reposan en el fondo del océano no sienten el intenso olor de las aceitunas, de las almendras, de los limones que ruedan por aquellas angostas callejas sin sentido.
De pronto dejaste de verla. Subiste a zancadas por las escaleras de piedra pintadas de añil y mientras intentabas descubrir su figura, pensaste por qué pintaban también de azul el suelo. Pero ella, se había perdido en el laberinto de las travesías y estaba quizá al otro lado, donde están los telares de alfombras. Se había escondido en alguna de las lámparas de Aladino que colgaban de las puertas o en las ánforas de pico de salmuera.
Pero los ojos de aquella mujer estaban vivos, ¿por qué recordaste entonces la mirada de los muertos? Estabas exhausto y bajaste despacio pisando la estrechura del aire de aquellos pasadizos celestes y te recostaste sobre los cojines rojos de un salón donde tintineaban las jarras de zumos de naranja y te llegaba el intenso aroma del té con hierbabuena, y los olores de manjares exquisitos, y los vapores del cuscús y de la harira calientes. Tenías que encontrarla. No podías aguantar la densidad de aquel aire y fuiste, empapado en sudor, a beber agua en la fuente de Ras el Maa, te lo dijo un hombre, que era la fuente de los enamorados. Seguiste bajando por el rumor de las acequias hasta los lavaderos de Rif Sebbanin buscando el frescor. Entonces, ya se hacía de noche y el sol laminaba de oro las paredes y los arcos y las aristas de las acequias, pero no volviste a verla. Sólo escuchabas los gritos de aquel enjambre de chiquillos que no cesaba.
—¡Señor, señor! A la Kasba, tres dirham, señor.
Decidiste regresar a Tánger y tomaste, a empellones, el primer autobús que salía. Poco a poco te diste cuenta que no estabas dentro de un autobús que serpenteaba, de regreso, las faldas del Tisuka y del Megu, sino que estabas dentro de una multitud, dentro de una nube, dentro de un mercado, dentro de un espeso fumadero de mariguana que rodaba en medio de la noche. Como una luciérnaga en la oscuridad. Lo recuerdas muy bien. Era el final del Ramadán y aquella gente se traía media casa a cuestas, con sus hatos de ropa y sus cestos de verduras y sus sacos de legumbres y sus gallinas y sus cabras. Reían y te invitaban a que probaras su tajin, y a que fumaras con ellos. Recuerdas que no había luces en el interior, las únicas luces eran los dos brazos luminosos de los faros sobre los que caminaba el autobús. Dentro, sólo adivinabas siluetas que se movían y pequeñas pavesas de los canutos, flotando en el aire.
Te fuiste acercando a las pavesas, ¿recuerdas?, y entonces viste resplandecer también sus ojos, ocultos bajo los gorros de pico de las chilabas o en el límite inferior del fez. Eran los ojos de la furtiva mujer de Xauen, los ojos de los últimos nazaríes de Granada del s. XV, los ojos hermosísimos de todos tus hermanos moriscos expulsados, asesinados. Ojos que ahora regresan y saltan por encima de los muros y las alambradas, después de tanto tiempo. Ojos insondables. ¡No se puede soportar ver tantos ojos! ¿Es que en esta tierra no hay nada más que ojos?: de azabache, de esmeralda, glaucos, ojos de canela, de azahar, de miel. Ojos para pasto de las algas carnívoras de las profundidades del Estrecho y de los monstruos del abismo. Quítate de la frente la ciudad sagrada de color añil, la ciudad cerrada...
No has podido olvidar esa mirada, ¿verdad? |