Aquella fantasía lo había atrapado frente a la ventana, mientras escapaba hacia el umbral de lo imposible, leyendo ese expediente predilecto. A veces su cuerpo se tensaba bajo el volumen de las telas, para vencer la gravedad en el silencio, otras, sólo disfrutaba jugando en ese cuadro amorfo. Las tardes confluían en una misma hora, donde el sillón hamaca aguardaba complacer su ego; detrás la luz se irradiaba en las pupilas como un arte acalorado que lo obligaba a todo; junto al patio, su sangre ascendía el recorrido frondoso de los tallos, en un brote indescifrable de emociones. Dentro, el tiempo se detenía como una libido del aire amurallado junto al goce de sus manos, flotando ingenuo en el enigma de las aves, mientras erecto, los cielos declinaban su espesura entre los folios, desgarrados e inquietos, en un temblor eterno. Luego, las rodillas dobladas en la alfombra dando paso a ese ritual de rezos; el llanto sumiso de sus ojos ante un jurado enmudecido de muebles; Mozart endilgando su arte a lo grotesco, elevando el alma en un clamor abyecto; la habitación girando ante ese aliento impredecible. Afuera, la tarde desmembraba sus matices bajo el espectro de lo humano, etéreo y denigrante; mientras la ciudad empalidecía de temor ante los pasos presurosos del Juez y sus expedientes pederastas.
Ana Cecilia.
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