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Diente de León le llamaban, pues salvaje e imparable se levantaba una y otra vez cuando todo parecía volverse en su contra, cientos de soldados intentaron cortarle el cuello, pero él era diferente, el campo de batalla era su hogar y la espada su fiel compañera,

Aquella mañana era demasiado fría para la estación en la que nos encontrábamos, yo me había unido a la marcha del ejercito unos meses antes, por el camino perdí demasiadas voces que añoraba cuando bebíamos y cantábamos en las tabernas, pero era algo normal en estos tiempos de guerra y hambre. Prefería mil veces morir atravesado por una flecha y dejar mi cuerpo en el fango que seguir con la miseria en la que nos habían metido aquellos que nos dirigían en sus palacetes, rebosantes de monedas de oro y trozos de carne recién cazada sobre sus mesas.
Como borregos aceptábamos nuestros destinos hasta que apareció él… Diente de León, como una mala hierba se resistía a desaparecer sin cambiar lo que nadie creía poder cambiar y con su ira comenzó a desgarrar las vendas que no nos dejaban ver, que nosotros aunque pobres teníamos el mismo derecho que los nobles a ser libres.
Las cornetas sonaron, nuestras gargantas gritaron al unísono y sin darnos cuenta, espadas y escudos se fueron a cruzar como si de imanes se trataran, nuestros escasos metales chocaron con sus voluptuosas armas recién forjadas, durante minutos nada parecía tener sentido, ruido, dolor y sangre recreaban la imagen dantesca que envolvía el único mundo que existía en ese momento, el mundo sin religiones, sin dioses, sin humanidad, al cabo de unas horas pude ver como un soldado enemigo ensartaba por la espalada con su lanza traicionera a Diente de León, sin saber de donde salían mis fuerzas salté sobre aquel miserable perro y le atravesé las sucias tripas que llenaba con las raciones que pagábamos con nuestro sudor y que su maldito señor nos expoliaba sin miramientos. Sin pensarlo ni un segundo agarré el yelmo de Diente de León y me lo puse, al contemplar el rostro vacío de alma de mi héroe pude comprobar que no era el hombre que había conocido cuando me uní a la marcha.

Comprendí que Diente de León no era un hombre, éramos todos aquellos que nos habíamos levantado por el cambio, éramos nosotros los que conseguiríamos el cambio, seres inmortales, que nos levantaríamos una y otra vez contra el opresor.

Texto agregado el 01-11-2012, y leído por 195 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-11-2012 Bravísimo! muda
 
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