He pensado en poner una mesa junto a la entrada de nuestra casa. Afuera. Para que todos los invitados, según vayan llegando a nuestra fiesta, pasen alegremente.
Y junto a la mesa, más bien tras ella, sentado, estará un hombre que los hará pasar, que de vez en cuando preguntará a dónde, por qué, para qué, quién...
Pasada una hora, quizás dos, la gente dejará de llegar y puede que entonces, él se quede quieto, mirando al frente, pensativo. O quizás remueva algún papel donde apuntó algún nombre o alguna dirección. Puede que también abra y cierre los cajones de la diminuta mesa sobre el felpudo.
Del cajón de la derecha coge un sombrero de cowboy que se planta sin dudar en su cabeza de larga cabellera. Del cajón de la izquierda extrae un manojo de llaves, alguna moneda fuera de uso, naipes desparejados (se guarda el as de picas en el bolsillo de la camisa), un sello manchado de tinta, un botón, una libreta enorme de papel a cuadros y una billetera vacía. Sin pensarlo demasiado, decide guardar todo en su sitio, salvo el sombrero y la libreta. Arranca entonces las descomunales hojas y aplica las olvidadas técnicas de papiroflexia: un barco, una pajarita de pico torcido, un aeroplano, una margarita, una sombrilla, un león y alguna que otra figura de forma indefinible.
Adentro, voces, risas, música, sonido de copas. Afuera, la mesa despojada de su sitio y las puertas de los vecinos con una ofrenda de papel: al del quinto la pajarita, al del cuarto una con forma de tren... todo se va repartiendo según una lógica que tan sólo él conoce.
El hombre con el sombrero de cowboy acaba de repartir sus presentes paperíferos y decide entonces que ha terminado su labor. Dobla la mesa en interminables partes que se pliegan sin problema. Reducida a la forma de un pequeño portarretratos de mesa, lo mira, se ajusta el sombrero y se adentra en él. Penetra en nuestro recinto y desde el recibidor, cuenta de nuevo los invitados, recordando los que faltan, para no olvidar que podrían aparecer en cualquier momento tras la puerta.
Isa
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