La nada es un lugar
(Nadie se detiene en Jacobacci)
La imagen, el frío y los sonidos quedan inmovilizados en las trampas de la memoria, abrochados.
Como en una fotografía.
Espero en la oscuridad, en la noche cerrada, entre el viento y el tren que se detuvo.
Me tocan los olores de la gran maquinaria que frena entre chillidos, ruidos metálicos y voces. Entre los olores del combustible aparecen los gritos apagados y el suelo que se agita. Que vibra.
La luz de la locomotora deja ver el brillo escondido de las vías cortando la tierra helada y cortando el pueblo.
Y el murmullo del viento que trata de tapar todo en la noche profunda y gelida. Y esa imagen que tendré mientras viva del momento de llegar.
De sentirme en casa.
Ahora aparecen nuevamente los ladridos, algunos lejanos, otros ahí, a unos metros. Muy cerca. Entre luces de construcciones indescifrables, entre la oscuridad, entre ventanas encendidas y sombras.
Y los fantasmas que trazan las ramas al moverse. Que son fantasmas no ramas en movimiento, el resto si son álamos plateados mirándome desde los patios, entre casas construidas con durmientes de quebracho unidos por cemento.
Techos de chapas a dos aguas o a dos nieves y tamariscos que crecen abrazando alambrados juntando papeles que trae el viento.
Y el sonido del tren que se detuvo, de motores funcionando, de portazos metálicos, de más voces.
Sombras acarreando valijas de cartón atadas con cuerdas. Saludos a los gritos, niños en brazos que se alejan, se esfuman.
Y el hombre con su equipaje queda solo en el anden, inmóvil. Sintiendo el viento en sus ropas, en el pelo, y respira el aire helado.
Mientras mastica quizá un poco de polvo patagónico a su piel la recorre la turbación de estar en el vacío.
Encima de la noche, a la bóveda del cielo no le caben más estrellas. Acribillada.
“Supe que estaba en el medio de la nada”, escribiría después.
Había iniciado su viaje en un tren suburbano. El metro cargado de empleados, que en su país de tantas razas los acarrea puntualmente a tareas burocráticas, a manejar el mundo por teléfono desde oficinas climatizadas.
Todos los días. Donde viajan civilizadamente sentados, compactados, con los codos pegados a los costados y las manos sobre las piernas.
Sin mirar por las ventanillas.
Resignados.
Partió de Boston luego de una tormenta de nieve. Casi en el otro extremo del continente americano, en el medio del todo.
Buscando llegar para contar este momento.
A la nada, que es mi pueblo.
“Es un lugar desolado, lo más parecido al Sahara que tenemos”, le había dicho el célebre ciego en Buenos Aires.
“En la Patagonia no hay nada”, había insistido, intolerante. Como evitando que el viajero continuara.
El Lagos del Sur con la misma indiferencia que tienen siempre los trenes al iniciar su marcha, continuó camino. Partió acompañado por el viento de la noche después de anunciar con un pitazo desde la locomotora su salida.
Crujiendo, metálico.
Se alejó lentamente y dejó la noche en silencio, y el suelo aún temblando por su partida.
El yanqui quedó sobre el anden desierto, bajo su sola luz amarilla, un foquito movedizo. Guiñador.
Observando.
“Nadie se detiene en Jacobacci...”, le habían dicho.
Las sombras cambiaban de formas como niños en silencio que juegan detrás de los árboles.
Míro al yanqui desde el secreto lugar que el ala del sombrero esconde mis ojos penetrantes de medio apache.
Soy una sombra, yo soy el verdadero viento de la noche. El indio blanco que vaga penitente en los desiertos.
Enciendo un cigarro en el misterio de mis manos unidas. Ahuecando las palmas, esquivando la ventisca.
Sin dejar de mirar al viajero solitario.
Brillan opacas como los ojos abiertos de un muerto las cachas de nácar de las pistolas, las Colt Walker calibre 44 fabricadas para el ejercito americano en 1860, que son parte de mi cuerpo, en sus fundas pringosas.
Aparecen y mueren mientras brillan junto al movimiento de los brazos.
La cabellera amarilleando me vuela sobre las solapas de cuero, no se ve entre las sombras. Solo aparece la forma encendida de mis ojos, y deciden que en esas sombras hay alguien al acecho.
Soy Jackaroe.
Camino, vuelo, como el viento de la noche, como un espíritu que mueve las sombras.
El viajero sonreía.
Tenía ante los ojos su primer contacto con el Old Patagonian Express. Un vagón de carga de La Trochita, duerme contra los paragolpes que protegen el fin de los rieles.
Su obsesión tan lejana.
La formación del convoy que lo trasladaría a Esquel aun no estaba puesta en vía.
Ahora sonríe fascinado.
Mide el tamaño del catango que tiene al alcance de la mano entre penumbras. Le parece de juguete.
Luego mira por encima de las construcciones del poblado. Hacia los cerros que apenas se les dibuja el contorno entre el cielo negrisimo.
Y ve las luces, puntos titilantes en las laderas.
Lejanas. Aparecen y se esfumaban como un sueño.
“Lo extraño era que existiera gente, que hubiera elegido vivir precisamente ahí”. Piensa.
Ladraron perros lejanos.
El frío le pesa en los hombros, así que busca refugio en la estación. Abre una puerta debajo de un cartel que dice boletería.
La única iluminada.
Lo envuelve el calor de una salamandra casi al rojo, alimentada con carbón de piedra. No hay nadie, solo voces que salen de una ventanilla.
“La nada es un lugar”, piensa ahora.
Se acercó a la ventanilla, a través de la reja dorada que la cubre las voces fueron en aumento, jocosas.
Acercó la nariz y los anteojos hasta tocar el emparrillado de metal, un tufo a tabaco y calor lo impregna cuando miró hacia adentro.
Un reloj de pared muestra las dos y cuarto.
Enfrentados en un escritorio dialogan divertidos dos empleados y toman mates.
No lo vieron hasta que golpeo indeciso la madera gastada bajo la abertura, por donde salen los pasajes, e ingresa el dinero.
- A que hora parte el tren para Esquel...?
- A horario...!, señor...
Respondieron desde el interior. Sin moverse de sus asientos.
Con la bombilla en la boca y solo desviando los ojos hacia la ventanilla.
- Puede esperar junto a la estufa...!
Sola, mi alta figura se descubre en el anden.
Mezclándome con el viento, soy solo las sombras y el rumor que viaja azotando estas tierras yermas.
Hundo el sombrero en mi cabeza.
El taco de las tejanas se entierra en la arena.
Escondido en mi largo abrigo de cuero. Reseco por los soles cien inviernos y cien veranos.
Atesoro el último número de la revista D’Artagnan. Que me trajo el tren que viene del Norte.
Podré aumentarle otro capitulo a mi sigiloso andar nocturno.
Si, mejor me voy a casa.
Ya tengo que leer.
(En la década de los ’70, el escritor norteamericano Paul Theroux avezado en viajar y luego contar sus experiencias en crónicas de viaje, emprende un largo recorrido en tren desde Boston, hasta Esquel en la Patagonia Argentina.
Baja en Retiro apenas entronizada la dictadura militar. Comprueba la complicidad de la clase media alta con el régimen.
A través de su editor conoce a Jorge Luis Borges, quien se asombra de que el americano insista en conocer la Patagonia.
“Estuve allí, pero no la conozco”, le dice.
Pero Theroux está obsesionado por conocer, y viajar en The Old Patagonian Express (que finalmente llevaría como titulo su libro, publicado en 1979).
La precaria formación ferroviaria impulsada por locomotoras a vapor que recorre la vía ferrea desde la aislada población de Ingeniero Jacobacci en la provincia de Río Negro, hasta Esquel en la vecina provincia de Chubut.
La gente de la zona la llama “La trochita”, por la angosta “trocha”, (distancia entre los rieles que utiliza). De solo 75 cm.
Cumpliendo un recorrido de 402 km de escarpada precordillera, en Los Andes del Sur.
Yo cursaba mi adolescencia en el remoto poblado (donde también nací), y en el tren que venía de Buenos Aires recibía la bibliografía que alimentaba mis fantasías.
Las revistas de historietas ó Comics, entre ellas D’Artagnan donde aparecía Jackaroe (un místico personaje del Lejano Oeste Americano) en capítulos semanales.
En quien yo me transformaba, cuando solitario vagué junto al viento.
En aquellas noches.)
(2004)
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