Tan largo fue su recorrido por el mundo que la piel del rostro y de las manos se había endurecido, como suela, por tanto sol que lo bañó en sus correrías. Un día, llegó a nuestro barrio. Nosotros, niños al fin, lo seguíamos cuando él, entrecerrando los ojos, trataba de reconciliarse con la luz para ver nuestras caras ya que el sol inclemente de nuestro pueblo lo cegaba por instantes.
Su rostro ascético y su mirada profunda me amedrentaron cuando lo vi por primera vez. Su presencia era imponente, y yo pensaba que él era uno de esos seres que se había escapado de las leyendas que mi padre me contaba. Estaba segura de que ese hombre buscaba a los héroes de las historias que habían huido con él, y que siguieron un camino sin rumbo.
Traía consigo una pequeña mochila que colgaba del manubrio de su bicicleta, ya vencida por el tiempo. Se detuvo un instante y dirigiéndose a los niños que lo seguíamos, preguntó:
-¿Dónde puedo acampar?
Yo sentí, cuando escuché su voz, como si el hielo que se apoderó de mi cuerpo cuando vi su mirada, subiera a mi corazón y me quitara la respiración. Sin embargo, haciendo un esfuerzo, respondí:
-Ahí, ahí. Tal vez, allá.
Mientras con el dedo índice le indicaba varios sitios que se me ocurrieron disponibles para el hombre.
El extraño se acomodó como pudo y se hospedó en una vieja choza abandonada que los niños usábamos para jugar. En la noche, cuando cenábamos, conté a mis padres sobre el extraño. Mi madre pensó que eran fantasías mías inculcadas por mi padre con las leyendas que siempre me contaba, pero papá, a pesar de su reciedumbre masculina, encontraba luz donde los demás veían sombras.
Al día siguiente era sábado y no había clases. Mi padre me convidó a visitar al hombre que se había escapado de una de sus leyendas. Me alegré tanto con su invitación que me sentí como si me hubiesen subido a una cumbre montañosa y, por supuesto, acepté. Llegamos a la choza abandonada. Mi papá tocó a la puerta, y salió el hombre que, ya descansado, tenía los ojos tan brillantes como cristales, y cualquiera podía ver hasta el interior de su alma.
Ambos hombres se presentaron. El extraño dijo llamarse Juan y añadió que sólo estaría unos días ya que él no podía pernotar mucho tiempo en ningún sitio. Dijo que era un nómada que le gustaba acampar donde las sombras de la noche lo acobijaran y donde la credulidad de la gente lo arrullara. Mi padre y Juan hablaron durante un largo rato. Yo los observaba. Su entusiasmo al conversar era tal, que sus rostros parecían brasas de la energía que brotaba de sus espíritus.
Cuando mi padre y yo regresábamos a nuestro hogar, le pregunté:
-¿Quién es Juan? ¿Qué hace?
-Es un hombre que se dio cuenta a tiempo que no le podía permitir a la vida que los muros impuestos por los demás, le secaran el alma. -Respondió mi padre.
Los niños del barrio los llamábamos “Juan El Extraño” y para nosotros, ése era su apellido. Juan permaneció en nuestro pueblo muy pocos meses. Durante todo ese tiempo, compraba pedazos de madera en el aserradero del pueblo y echaba mano a la brizna de inspiración que salía de su alma y de su conocimiento del mundo. Tallaba figuras exuberantes de personajes y cosas, mezclando lo real y lo fantástico, haciéndonos cómplices de un sortilegio maravilloso.
Juan El Extraño se marchó del pueblo. Su alma errante no le permitía pernotar en un solo sitio, necesitaba de los caminos para alimentar su ser. Los niños del pueblo preguntábamos por él a todos los forasteros que llegaban a nuestro condado, pero nadie supo dar razón de Juan. Pasaron varios años…
Un día, llegó otro forastero y nos comentó que había visto a Juan El Extraño caminando por las calles de un Planeta llamado Azul. Nos dijo que a su bicicleta se le había roto un neumático, pero como era más vieja que la eternidad, no consiguió repuestos para ese modelo. Por lo tanto, debió quedarse en ese mundo que era de puras letras.
En el Planeta Azul no había madera; la gente ni siquiera la conocía, pero para Juan, eso no representaba problema alguno. Todas las tardes, se sentaba en la plaza del Planeta Azul, y grandes y chicos iban a escuchar las historias de sus andanzas por el mundo. La gente del Planeta Azul, como no sabía hacer otra cosa que plasmar todo en letras, le cambió hasta su apellido, lo bautizaron: “Juan_Poeta”. Ah… Pero esa es otra historia que les contaré en una de esas noches mágicas cuando el cielo sea esculpido por estrellas.
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