NOTA DEL TRADUCTOR: Ahora comparto con vosotros un ejercicio de escritura materialista, pero con sensibilidad. Para que veáis cómo creo en la clase obrera, sin dejar de creer en el amor.
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Primero.
"No es una corbata, es una soga al cuello". Recuerda la frase de aquel cántabro con apellido vasco, amigo suyo, que
conoció hace más de treinta años en el sindicato. Donde intercambiaban folletos libertarios y planes para cambiarlo
todo. Ahora sentía la soga, sí, y cómo iba apretando poco a poco. Cercándole la respiración.
Las manos se le atrancan en los nudillos, con el cartílago vuelto de hojalata oxidada. Por eso detiene el tamborileo
sobre la revista de propaganda de la agencia de seguros.
Los pantalones le aprietan. Trata de revolverse en ellos, y darle algo de espacio a los pulmones, pero topa con la
tensión de la correa. Se reincorpora en la silla, y busca la mirada del tipo que tiene en frente. Debe ser unos quince
años más joven. El traje le sienta bien, y la gomina le aguanta. No como a él. Pero también está inquieto. No le
devuelve la mirada, no la levanta del currículum, que hojea hacia adelante y hacia atrás, una y otra vez.
Él, sin embargo, ni toca su currículum. Lo tiene en una carpeta que le ha dejado su hijo, de cartón azul con gomas.
La habitación es pequeña. Es una sala de espera. Hay una puerta blanca al final, desde donde se supone que llamarán
para hacer la entrevista, y otra, de cristales, por donde han entrado. Todo el mobiliario milita en el utilitarismo blanco:
cero pomposo, pero impone. Sobre todo un reloj cuadrado. Una base blanca con las manillas incrustadas en ella, al
aire. Cuatro sillas, dispuestas a los lados, dos a dos, unas enfrente de las otras. En una está él, en la otra el muchacho.
En realidad, están cerca. Si quisiera, podría estirar la pierna y tocar la punta del zapato de su acompañante. Quizás eso
daría lugar a una conversación.
Se abre la puerta blanca, y sale una mujer, bajita y flaca, vestida con traje de chaqueta y el pelo recogido en un moño.
Dice su nombre.
Entra a una sala más amplia, con una larga mesa rectangular. La mujer se sienta, y él se sienta enfrente, aunque duda.
Se da cuenta de que el lugar que elija debe ser importante por cómo la mujer le mira. Si no fuera por algún fichero,
aquella mesa parecería más la de un quirófano. Tal vez sí, van a operarle. A corazón abierto. Sin anestesia, e
intentando acceder a su válvula mitral desde el culo.
Él recuerda su último taller. Las herramientas eran metálicas, pero la grasa las hacía menos agresivas que aquel
blanco, que remarca cada cosa que quede fuera de lugar. Mientras, la mujer explica que tienen muchas ganas de
trabajar con él. Eso le sorprende. Se siente una gota de grasa sobre un mostrador inmaculado y, a la vez, le dice que le
quieren, que les ha gustado su curriculum.
Piensa en el chico de antes. Probablemente, sea licenciado. Económicas o algo así. Él tiene un curso de 700 horas de
tornero fresador. Pero le quieren a él. O no, o tal vez da igual, y al final le quieran a los dos. ¿Por qué ha estado tan
nervioso si iba a ser tan fácil? La mujer le explica que los dos primeros meses son de formación. Que después, se dará
de alta como autónomo, y que en cuatro años tendrá su propia cartera de clientes, e incluso podrá abrir su propia
sucursal.
Su propia sucursal. Lleva tres años en el paro. Hace 11 meses que se acabó el subsidio. Tiran sólo con el sueldo de
Amalia, su mujer desde hace 35 años, que le arranca la mierda a los váteres de un edificio de oficinas, a 7 euros la
hora. Y le hablan de su propia sucursal.
Hay una duda en su garganta, como una espina de pescado. Nada especialmente preocupante, como algo atorado.
Algo instintivo. Un "¿tengo que responder ahora?" sale de su boca. Por un segundo piensa que es un error, que la ha
cagado. Pero la mujer, complaciente, le da una tarjeta con su número.
Sale por otra puerta. Le hubiera gustado volver a ver al chaval, darle ánimos, explicarle que... Ni idea. Que no sabe de
qué va todo esto, pero que, sin duda, no es para tanto.
Fuera del edificio, La Castellana sigue ahí. Un grupo de muchachos tiene una pancarta frente a la puerta del bloque,
protestan por algo que ha pasado en Carabanchel. Se acerca, pero uno de ellos le increpa. Viste un palestino, gafas a
lo Trotsky y una camiseta de rayas horizontales, rojas y negras. No entiende al principio. Después se ve la punta de los
zapatos, que le llevan al resto de su ropa. El chico sigue: ¡añsljñoirjañoisjrñio!, ¡añsljñoirjañoisjrñio!, ¡añsljñoirjañoisjrñio!
No entiende. No acierta a explicar. Está a unos tres metros. Si se acerca, tal vez pueda hablar: "No... yo sólo venía a
una entrevista y... ¿me han dado el trabajo?". Suena fatal.
Se desliza calle abajo, buscando una boca de metro.
Línea 6. El vagón va casi vacío. Una mujer, con el rostro roto a heronína y calle, y con una niña en brazos, pide unas
monedas después de dar un pequeño discurso. No le ha entendido nada. Él piensa en la pena. En ganarse la vida
dando pena.
No es pena. Es desesperación. Está aquí, delante de todos, exponiéndose. Más que prostituirse. La gente le da unos
céntimos para pagar esa desesperación. No para callarla, ni para desviarla, sólo para dejar que siga girando. Eso sí,
girando en otro lugar, no delante de su cara.
En el transbordo en Plaza Elíptica, juega con la tarjeta que le han dado. Mira el nombre, los apellidos. Y trata de ajustar
cuentas en lo que falla.
Sale del metro, y camina hasta llegar a casa. Compra el pan.
Se sienta en el sofá, enciende la radio. Espera a Amalia. La comida ya está hecha, será sólo calentarla.
Segundo
Amalia llega a las tres y treintaysiete. Sonríe un poco al entrar y oler las lentejas, porque le encantan: "¿Cómo ha ido?".
Soltar la retaíla de condiciones tipo letra pequeña es algo que parece fácil, pero no lo es.
Ella respondió un "¿y qué le has dicho?" de tal forma que él supo que le parecía una basura. "Responderé mañana,
tengo que llamarles".
- No les cuestas nada.
- ¿Qué?
- Te tendrán dos meses trabajando gratis, en el período de formación. Después serás autónomo, así que corres con los
gastos. Eso sí, cada seguro que encasquetas a algún desgraciado, mejor para ellos. ¿Cuántas personas como tú
tendrán por todo Madrid? Te pasas el día en la calle, y ellos perfectos, no tendrán que pagarte si no sacas nada.
Le fascinó. Mientras le soltaba todo eso, arreglaba la ropa que él ya había doblado (no con suficiente destreza, pese a
sus enseñanzas). En esos momentos, Amalia le resultaba la mujer más sabia del planeta. Ni siquiera terminó la EGB,
pero podía comprenderlo todo. Comprendió incluso que el sindicato había dejado de ser un lugar para ellos mucho
antes. Mucho antes que él y que su amigo cántabro.
"En vez de andar por ahí, sin nada que hacer de verdad, por lo menos quédate aquí y haces las cosas de la casa en
condiciones, que mira cómo está el baño". Eso ya no le fascinó tanto. Pero tenía razón: Aquella mujercita de la agencia
de seguros no estaba negociando con él. No era un tira y afloja. No iba a tragar con sus años, con su falta de
experiencia, con su curso de tornero fresador de 700 horas. Sólo quería reclutarle. No iba a comprar su fuerza de
trabajo. No había nada a cambio. Sólo iba a servirse de su desesperación. Igual que alguien, probablemente, lo hacía
con ella, y otro por encima, ... Y así hasta no sabe dónde. Efectivamente, no sabe. Intenta pensar en los folletos
libertarios que leía en su juventud, pero no le traen ninguna pista útil. Y desiste.
Almuerzo. Paseo. Cena. Algo de tele, le gusta Buenafuente. Dormir.
Amalia se pone el camisón. Él la espera ya metido en la cama. Con el pijama. La mira. Y se siente un poco mal,
porque, por un instante, a través de las transparencias del camisón, la ve gorda, como acartonada. Se siente culpable
por ver gorda a su mujer. Amalia hace cosas mientras habla, siempre. Y trae un vaso de agua, apaga la luz, enciende
la lámpara, toma un libro, mientras le dice: "Mañana deberías apuntarte a algo". Sostiene el libro con sus manos
arrugadas y con algunas manchas. Se le han puesto manos de vieja reventada a esta mujer. Sin embargo, tiene ganas
de besarlas, y no lo hace.
Amalia incluso empieza a leer, y sigue hablando. Dice algo sobre su forma de comportarse, que no entiende bien
porque no está escuchando, pero no pregunta. Por lo visto es importante, algo sobre dar mala impresión en las
entrevistas. Pero no pregunta. Él sólo quiere volver al taller. A un taller. Hacer lo que sabe hacer. No quiere utilizar el
mail, no quiere tener que pasar hora y media delante de un ordenador para hacer un currículum que muestre nociones
(que no tiene) de ofimática, no quiere tener un empleo en el que creer. El curro no es una religión. No quiere creérselo.
Sólo quiere que le dejen hacerlo, y le paguen por ello. Una semana de prueba entre herramientas, que se vea lo que
sabe hacer, y ya está, ¿qué más?
Pero Amalia entiende mejor que él cómo funcionan las cosas. Se ha callado, finalmente, después de pasar unas
cuantas páginas. Es Stanislav Lem. Siempre le gustó la ciencia ficción. Si debe decir algo que no ha cambiado desde
que es joven, sería el carácter de su mujer. Siempre trabajó en lo mismo (desde que dejó su casa por una bronca con
su padre, que era guardia civil de los de antes), y sigue haciéndolo. Es como si el mundo hubiera cambiado para todos
menos para ella. Como si esta guerra de ahora, ella la hubiera conocido desde siempre, y simplemente ahora fuera
más cruenta, pero la misma, exactamente la misma guerra: Ahora hay chicas más jóvenes que lo hacen casi por la
mitad de precio, pero sigue en la brecha, a sus 52 años, conoce los contratos, conoce cómo funciona el negocio de su
vida. Pero él...
Un ERE le puso en la calle hace 3 años, pero ya antes sabía que, cada vez más, su puesto era una pieza de
coleccionista. Sólo los pequeños talleres necesitaban a alguien como él, una especie de artesano, sí, pero sin orgullo.
Tras el fin del subsidio, empezó a buscar "lo que sea". Pero "cualquier cosa" no tiene porqué ser algo que aparezca.
Dejar pasar el tiempo, sin poder engancharse a su curso. Sólo alguien que pasea.
Tercero.
Te da vergüenza entrar a la ETT, y prefieres evitarla. No tienes claro porqué, qué tiene ese lugar, pero preferías el
Servicio de Empleo, con sus funcionarios, con sus colas. Hay una extraña seguridad en esa cola, en el número en la
mano, aún con cita previa, en esperar. Porque esperas junto a otros, que pueden ser más jóvenes o más viejos, o tal
vez tener peor o mejor currículum. Pero en la ETT siempre es entrar y listo. Como si ya, sólo con la entrada, tuvieras
que tener claro lo que buscas, el tono de voz que tienes que poner. Y tú no lo tienes claro. Sí, has decidido ese
"cualquier cosa", "es sólo trabajo". Te lo has repetido mirando la factura de la luz un millón de veces. Pero repetir algo
no es suficiente para hacerlo tuyo.
Cuando empiezas a no afeitarte, te ves raro. No recordabas que tenías tan blanca la barba. Y, sin embargo, las canas
son brilantes bajo tus pómulos, a los lados de la cara.
Amalia dice que tienes que ocupar tu tiempo en algo. Es normal que sientas vergüenza por su forma de asumir que no
encontrarás trabajo. Es normal que te pongas a la defensiva por cómo lo deja caer, sin ni siquiera echártelo
directamente en cara. Pero tienes más de cincuenta y estás sentado en un banco metálico, rodeado de palomas que no
han comprendido, aún, que no eres de esos que reparten miguitas. Asúmelo.
Te gustan estos pantalones. Son de viejo, pero cómodos. Y sirven para llevarte a través del parque hasta el Centro
Cívico de Usera. Un bicho que debió diseñar algún arquitecto moderno.
Una mujer atiende el teléfono en la entrada. Sobre el mostrador, hay muchos folletos. Cursos, conferencias, talleres...
La mujer parece agradable, y puede ser buena idea pedirle información:
- Estoy buscando algo a lo que poder apuntarme..
- ¿Alguna preferencia?
- Algo que no cueste dinero.
- La semana que viene comienza un curso de inteligencia emocional y coaching, muy demandado, pero aún quedan
plazas. También hay un taller de risoterapia y uno de iniciación al teatro para adultos. Ambos subvencionados por un
proyecto de los fondos europeos.
Has abierto demasiado los ojos como para que no se note que no tienes ni idea de qué te hablan. Esa es una mala
costumbre.
- ¿No... no hay nada que se pueda hacer con las manos? Yo siempre he hecho cosas con las manos, se me da bien
arreglar cosas.
- ¿Manos...?
Entretenerlas. Aún hay algo en ellas, como un recuerdo incómodo, un saber al que no se puede preguntar. Un latido
independiente, debajo de los callos. Distraerlas de ese oficio que han memorizado durante tantos años. Seguir un
plano. Básicamente es eso: recibir el plano de la pieza, su función, su lugar, y esas manos puede convertirla en
materia, en un pedazo metálico que sólo era un diseño de autocad, y ahora se mueve de verdad, roza de verdad,
necesita grasa de verdad. Estas manos necesitan herramientas sí, pero sobre todo necesita el plano, sin él no puede
hacer nada. No es como Amalia. Ella sólo tiene que llegar con todos sus productos y sabe dónde está la mierda y qué
hacer con ella. Él necesita la función, la dirección. Ese momento de dejar la mente en punto muerto y sólo tener sus
manos, dejarlas hacer.
... Sí, bueno, tenemos un taller de origami, pero no sé si es eso lo que busca.
- ¿Usan las manos?
Te indica que, si quieres, puedes entrar y probar ahora. Llegar y listo.
Es al final del pasillo. Pasa, y mira en las salas que va dejando a izquierda y derecha, todas con la puerta abierta. Una
clase del teórico del carnet de conducir para mayores de cincuenta que no pueden pagar autoescuela, una reunión de
señoras mayores, un grupo de lectura con libros de Ken Follet. La última.
Un chico de unos veinticuatro, como tu chiquillo el pequeño, está frente a dos personas de edad indescifrable, con
síndrome de down, una ama de casa de sesenta, y una mujer más joven, sentados en torno a una mesa grande y
blanca. Todos los tipos de pajaritas que puedas imaginar, un cisne, un escorpión, un velero junto a los típicos barquitos
de toda la vida...
- Hola.
- Hola, bienvenido. Toma asiento. ¿Te gusta el origami?
- ¿Hacer cosas de papel?
- Sí.
- Se me da bien hacer cosas con las manos. Aunque nunca...
El chico es inaguantablemente sonriente. Te pide que hagas cualquier cosa, mientras deja un folio sobre la mesa,
delante de ti, y se centra en uno de los chicos con síndrome de down, que se ha "atrancado en una figura".
Miras el folio, y sabes que tienes los ojos muy abiertos. No tienes claro cuánto tiempo ha pasado, pero la mujer más
joven se te acerca. Su "¿Te gusta?" suena dulce y fumador al mismo tiempo. Su rostro tiene la seriedad de quien ansia
ponerse en marcha. Los ojos se clavan en el folio inerte sobre la mesa primero, como viendo ya algo en él, y ante tu
silencio, mira alternativamente también tu cara, esperando una respuesta. Y como no llega, abre levemente la boca,
como para decir algo que no termina de ser nada.
Le sonríes. Y, con un dedo, empujas el papel hasta que queda frente a ella. Ella te devuelve la sonrisa, y ante el papel,
sube la frente, baja los ojos, pone recta la espalda, y comienza a doblar. Sus manos bailan con el papel, entre la caricia
y la tensión. Y parece que la pones nerviosa por la forma en la que la miras. De sus manos va saliendo el papel como
algo torturado, pero con sentido. ¿Se puede decir eso de un trozo de papel blanco? Sus manos son finas, algo
delicadas, pero no indefensas. Piensas que tal vez sea camarera.
- No tengo ni idea de qué estás haciendo. Pero parece entretenido.
- Mira, esto es un saltamontes. Llevo dos semanas intentando aprenderlo, a ver si me sale.
Vestía oscuro, con tirantes que le dejaban ver unos hombros huesudos. Una melena rubia le caía hasta el respaldo de
la silla. Utilizaba las gafas de sol como si fueran una felpa, y sus ojos claros se habían anclado sobre el papel, aunque
el resto de su cara parecía tener autonomía.
- El origami es una filosofía, ¿sabes? Hoy ha venido poca gente, pero a veces nos juntamos aquí unos cuantos chalaos
de la vida. Es muy relajante.
- ¿Por qué quieres relajarte?
Tu pregunta debió tocar no se sabe dónde, porque levantó la vista del saltamones (del que distinguía ya el abdomen).
El chico empezó a recoger. Debía ser la hora de terminar: otro día ven más temprano, estamos aquí desde las 10 los
martes y los jueves.
Te gusta, ¿verdad?
Cuarto.
- Volviste.
- Quería ver cómo te queda el saltamontes.
- Tendrás que arrancarte tú también, ¿no? No vale venir sólo para mirar...
- ¿Por qué?
Quinto.
En el origami sólo hay dos reglas. No puedes cortar. No puedes pegar. Sólo puedes doblar a partir de lo que te dan.
Luego, hay tipos que se dedican a encontrar ángulos y venderlos en libros para que puedas copiarlos. Aún así, es muy
difícil copiar.
Es la caricatura de su oficio.
En vez de un ingeniero, tenemos a un hombre pequeño, tal vez un japonés. Hay cálculos, sí, quizás no tantos. Vale, sin
duda no tantos. Pero aunque el resultado y el proceso, está desnudo de grasa, ruido,... el que sigue las instrucciones,
que se enfrenta directamente al papel, cumple lo diseñado con orgullo.
La diferencia, y la diferencia insalvable, es que el origami es bello.
Consigues, por fin, sacar la figura por la que llevabas tantos meses luchando, pero el objeto sólo es bello. Para Tania
no hay nada más sublime, dice. Pero tú... Cuando terminabas una pieza, una de las difíciles, la punta del eje de un
tráiler enorme, y la terminas, y le dejas una pequeña muesca en un lateral. Imperceptible para cualquiera, tu marca. Te
sientes como un apache. Esa pieza pasará a un camión de 16 ruedas. Ese es su argumento, rodar mientras aguante.
recorrerá el mundo, con tu firma. Será útil.
No eres opaco a la belleza, pero necesitas que sirva. Por eso el origami es una caricatura. Sólo permanece tu orgullo,
sin nada material que lo sostenga. Sin nada que te haga necesario.
Sin embargo, vuelves. Llevas ya dos meses. Tal vez es por Tania, por verla disfrutar de esa manera. O tal vez es
porque esta caricatura de tu oficio es mejor que la nada. Pero vuelves.
No puedes cortar, no puedes pegar. La limitación es el reto. Te concentras en esa idea, la que más te agrada, y retiras
de tu mente el resto. Simplemente sigues los patrones del libro de un tipo japonés. Y ya tienes una pequeña colección
de animalitos.
Hasta se lo enseñas a Amalia. No se detiene demasiado, pero le gusta la jirafa, porque la hiciste de forma que podía
mover la cabeza.
Durante dos meses más, haces un perro que mueve las orejas y una serpiente que abre la boca y saca la lengua. Y te
sonríe.
Acompañas a Tania a su casa después del taller, dando un paseo. Habláis de cosas que se puedan doblar, sin cortar ni
pegar. Un día, te invita a subir.
Sexto.
Con ella se siente joven. Le hace recordar cosas de él que pensaba perdidas detrás de fracasos y despidos. Cosas que
también le gustaban a Amalia, pero parece de otra vida. Es muy ocurrente, y ya no lo recordaba. Puede hacer un chiste
de cualquier cosa, sobre todo cuando se siente simpático, como en los paseos con Tania. Ella no ríe mucho, pero él
sabe que le agrada. Está sola, y tiene una hija de ocho años que ahora está en el colegio. Así que ofrece a Pablo un
vermut y le dice que se ponga cómodo.
"Tu casa es muy bonita".
Tiene figuras por todas partes, algunas muy difíciles, como un gnomo. Se siente a gusto, le gusta que entre tanta luz.
Se cambia de sitio, para sentarse junto a él en un sofá de dos plazas, y le mira. Un par de segundos después, coloca
su mano sobre la suya. Sus manos de camarera. Sobre sus manos de tornero caricaturizado. Le apetece besarla:
empieza en la boca del estómago, y termina en su garganta, empujándole hacia adelante, hacia ella. Si piensa
demasiado, no lo hará. Pensará en Amalia, pensará en que no le ha preguntado nunca si efectivamente es camarera,
pensará en que tal vez esto es cortar y pegar. Sí, esto es cortar y pegar. Lo siento, no querías pensar, pero has
pensado.
- Tú me lo explicaste: no se puede cortar ni pegar.
- ...
- Tu piel. Tengo ganas de acariciar tu cara. Tengo ganas de recortarme de mi vida y pegarme en la tuya. Pero no se
puede.
- Si quieres, se puede. Podemos ser un papel nuevo, juntos, aunque sólo sea un momento.
- Esa es la respuesta de siempre.
Decimos que no se puede ni recortar ni pegar, y lo convertimos en un reto personal. Olvidamos lo más importante de
recortar y pegar no es que seas tú quien lo hace, el que merece el halago. Yo no quiero recortar, porque cuando
recortas, tiras lo que te sobra.
Lo que sobra.
No es un tipo inteligente. Alguna vez engancha algún chiste con otro, alguna situación divertida, sólo eso. Pero cuando
algo encaja en su cabeza, es como un mecanismo. Es sólo encajar y empezar a funcionar, a chorrear grasa y hacer
ruido. A servir para algo. A la gente como nosotros, los que escribimos, nos cuesta imaginar la fuerza infinita que reside
en la mente de alguien cuyo pensamiento sabe que sirve. Todo lo demás desaparece, sólo queda el mecanismo.
A mí me han tirado, ¿sabes? Alguien, en algún lugar, simplemente recortó mi puesto y lo envió a algún lugar, lo habrá
pegado en el culo de algún polaco, o chino, que tiene más hambre que yo. No puedo cambiar eso.
Ella no le entiende, y, mientras él le da un beso en la mejilla, se levanta y se marcha, se lo explica a sí misma de forma
práctica: le dio miedo. "Nos vemos el jueves".
Si.
Pero, sin embargo, hacía siglos que no tenía esta sensación. La sensación que llena el cuerpo y la mente de alguien
que ha tenido una idea. Recuerda el culo de cartón de Amalia y corre hacia él, para contárselo todo, esta inmensa idea.
Pero llega a las una y veintidós. Falta más de dos horas para que llegue. Mientras, da vueltas en el salón, como un león
en una jaula.
No quiere olvidar esta idea, es importante. Busca algo para apuntar.
Séptimo
Bolaño dice: "Una historia que sólo se sostiene por un argumento".
Amalia Roncero Carrascosa tenía 49 años, una contractura de caballo en el esternocleidomastoideo (que ella llama
paletilla) y, aún así, dos bolsas del HiperUsera (una con 6 rollos de papel higiénico y otra con mortadela y una barra de
pan) cuando abrió la sonrisa más hermosa que se le ha visto en los últimos 20 años.
Eran las tres y cuarenta, y volvía a casa después de currar, aunque había pasado por el hiper, cuando una cuartilla
fotocopiada, pegada con cinta adhesiva transparente en una farola, quedó a la altura de su cara.
¿Sabes eso que pasa a veces cuando no miras pero ves? Pues eso: algo llamó su atención en la cuartilla. El estilo,
supongo. Era blanco y negro, con lo que no era publicidad. No había ni fotos, con lo que no era de ningún sindicato ni
deningún partido político. Sólo un encabezado en mayúsculas y el texto:
SOBRAS Y LO SABES.
Me llamo Pablo, y me he pasado toda la vida trabajando. Ahora llevo tres años en el paro.
Lo único que sé hacer bien es trabajar. Pero ahora, ya no hay dónde hacerlo.
Sé que no soy el único. Pero quizás tú piensas que sí.
Amalia va siguiendo las cuartillas. Los comercios regentados por familias chinas, los locutorios, los bares con el reloj de
Martini.
En la calle de las Nebolusas, llegando al Planetario, los hombros están cansados, y abandona la compra. Pero sigue.
La calle se vuelve paralela a las vías del tren. La tarde es agradable, y no hay absolutamente nadie por allí.
A las espaldas del OpenAir, el estruendo del cine a cielo abierto le afecta porque rompe la atmósfera de polígono a
deshoras. Un hombre está sentado en el bordillo de la acera. Se le acerca. Hay una señal de prohibido acceso a
peatones, un puente, y algo de hierba a su espalda.
Le invita a dar unos pasitos hacia atrás, y tumbarse en esa hierba. Está seca. El ruido del cine a lo lejos, peli de acción.
Los coches que pasan por la Avenida Planetario.
"Se me acabaron los papeles".
Uno pregunta: “¿Estamos solos?”
El otro responde: “No”.
Mientras, una piedrecita se clava en la espalda de alguien
que explora sus posibilidades
con el cartón.
Junto al puente, en la avenida Planetario.
Un Ford Fiesta rojo pita a un Seat Ibiza metalizado.
Donde no pueden seguir los peatones. Se doblan.
Amalia con Pablo. |