NOTA DEL TRADUCTOR: Subo este texto, para que veáis lo patético, libertario y antiposmoderno que soy. Dadme las gracias en vuestro tiempo libre.
_________
Cuando leí por primera vez, pasando por encima, el título "El fin de la historia", de Francis Fukuyama (para quien no le
conozca, aclararé que debería ser cuentero, pero se dedica a la teorización fenomenológica histórica etcétera) pensé
que hablaba de cómo lo había dejado con su pava.
La segunda vez que leí "El fin de la historia", de Francis Fukuyama (para quien no le conozca, aclararé que debería ser
protagonista de algún programa en plan "El yerno perfecto", o algo así, pero se dedica a decir que, tras la caída del
comunismo, todo escenario futuro está dentro del capitalismo) pensé que hablaba de la posmodernidad, y cómo hemos
interiorizado el sistema y tal.
La tercera vez que leí "El fin de la historia", de Francis Fukuyama (para quien no le conozca, aclararé que debería ser
un libro que se utilizara para aprender a leer en las escuelas de primaria, pero sin embargo no es más que un panfleto
neoliberal) pensé que, efectivamente, lo había dejado con la novia.
No volví a leer "El fin de la historia".
Debería terminar aquí este texto,
pero son las seis de la mañana, y sigo atragantado con otro sobre la papiroflexia en el que, de nuevo, he querido
estrujar demasiadas ideas demasiado complicadas. Así que, en lugar de terminarlo aquí, y dejarte con la cara de creo
que este tío es gilipollas, voy a continuar y confirmarte que, efectivamente, soy gilipollas.
Cuando Francis Fukuyama recitó el poema sobre la ternura, mentalmente, sin que nadie pudiera oírle, flasheado por las
pantallas publicitarias del metro de una ciudad moderna, llegó a ese grado de plenitud interior, a esa afirmación clara y
nítida: esto tiene sentido.
Si esa gran ciudad es Tokyo, en el andén frente a la declinación de Francis, habría un gran espejo. Un estudio, avalado
internacionalmente, ha demostrado que estos espejos previenen el suicidio, pues el suicida se amedranta ante el reflejo
de sí mismo. Si esa gran ciudad es Sevilla, simplemente no podría porque unas mamparas transparenes cubren todo el
andén.
Cuando Francis salió del metro, y tomó un refresco light en la cafetería del campus donde trabaja, hizo un breve repaso
por el orden mundial, y pensó que es bueno (aunque con problemillas). Entonces, tal vez, dijo: no, es el mejor de los
mundos posibles.
Si ese refresco light es una burbujeante Coca-cola, producto utilizado en caliente también para desatrancar sumideros
del fregadero, estaremos hablando de la marca que controla la Sociedad Española de Alimentación, y que ha evitado
que se publique un estudio sobre la toxicidad cancerígena de uno de sus ingredientes en dicho país.
Cuando Francis terminó su refresco, subió las escaleras hasta la tercera planta, donde está su despacho. Tomó el
mando inalámbrico y el
pen driver en el que almacena su presentación powerpoint para la pizarra digital, y se dirigió, a través del pasillo, hacia
su clase. Allí aguardaba la mejor generación de estudiantes de Análisis Político Internacional que aquel país ha podido
dar.
Francis echa una mirada rápida, y echa de menos a Jodi. Jodi Paxton, la segunda de su promoción el curso pasado,
que este año falta a clase con cierta regularidad, aunque aún no es nada, desde luego, alarmante.
Jodi se ha quedado dormida en el sofá del apartamento que comparte con Claudia Preston. Los tacones de aguja y el
maquillaje puestos. La tele encendida.
Llegó tarde, más de las cuatro. Quizás las cuatro y cuarto. Le picaba todo el cuerpo. A veces le ocurre, y no sabe
porqué. La primera vez que pasó, creyó que se debía la barba de aquel tipo de 700$ la hora. Pero volvió a pasar, la
segunda vez, con un tipo rasurado. Así que dejó de pensar en el origen del picor. Sólo intentaba ducharse lo antes
posible.
Pero es miércoles, los parciales están cerca y ha dormido poco en la última semana. El cuerpo tiene un sistema para
ignorar los despertadores, cuando es necesario. Y sonó un par de veces, pero sólo consiguió que Jodi se revolviera
levemente en el sofá.
El sol empieza a entrar por la ventana. En un par de horas, alcanzará el cuerpo de Jodi, y en dos horas y tres cuartos le
llegará a la cara. La despertará, y tendrá dolor de cuello todo el día. Desayunará tarde, aprovechará para no almorzar.
Abrirá un libro sobre el conflicto entre Irán e Irak escrito por un francés que da una visión "crítica".
A Jodi le interesa eso de la visión "crítica". Intelectuales europeos con un toque de la Escuela de Frankfurt, que son
útiles para comprender las cosas más allá del prejuicio académico. Sueña con que eso le llevará algún día a aceptar un
contrato para el GMEI.
En el libro, encuentra una fotografía de los 90 de un soldado iraquí con la piel deshecha. Un cacho de carne descuelga
desde la mejilla.
El tipo mira a la cámara. Como mostrándose.
Jodi se lleva la mano a la cara. La recorre por un momento.
Después, recuerda su picor.
El sentido del picor.
Lo relajante que es pensar que no viene de ninguna parte.
Que simplemente un día apareció.
Y llegó para quedarse.
Que la historia del picor no existe.
Que es parte de su parte. Que son cosas que pasan.
Que 700$/hora dan para pagar el alquiler y la matrícula.
Que esto es la vida. |