Los finales son mi parte favorita, siempre lo han sido. Los últimas líneas de los retratos de ficción en los que todo se teje perfectamente sólo para alcanzar el maravilloso punto final. Aún ahora mientras escribo sólo pienso en el final. Pero esas últimas líneas son esquivas, algunas veces no quieres que lleguen nunca y entonces las palabras esas de la última línea se te presentan con terror, con ganas de llorar. Siempre llegan, porque están pensadas para un cuento finito que tiene su cereza y que la necesita para completarse, para que sepa a lo que tiene que saber, que diga lo que tiene que decir.
Qué bonito suena una historia sin fin. Qué bonita la inmortalidad a los ojos de los humanos, los codiciosos, siempre atormentados por el peso de no saber lo que se quiere y desearlo con igual fuerza. Yo tampoco sé lo que deseo, porque al lado de los finales que yo tanto amo, que tanto espero y anticipo, está siempre la melancolía, tan difícil de entender. Se siente tanta tristeza por lo que ya no está, cuando eso que se extraña se ama incluso por su ausencia. Hoy a nuestro cuento se le acabaron las letras, tal vez no tenga el final que se merece, pero es en definitiva una historia que quiero releer. Una y otra vez.