El tren subterráneo se aproxima veloz y yo trato de entreverarme entre la gente que pugna por posicionarse cerca de las puertas. Es hora de mucho atochamiento y cuesta un mundo conservar una postura digna, cuando de luchar por un lugar se trata. En eso estoy, cuando se abre la puerta de la niña que conduce el tren. Es una morenaza de cabellos largos y figura perfecta. Sucede algo que imaginé en sueños, pero que ahora es realidad: ella, me guiña un ojo.
-¿Queeé? -me pregunto sorprendidísimo.
La chica, sonríe, con esa actitud ganadora que ostentan todas las mujeres guapas y me invita a subir al compartimiento suyo.
-¿Queeeé? –me vuelvo a preguntar y antes que se cierren las puertas de los carros, subo, con el alma en un hilo. No soy un tipo canchero y ni siquiera entiendo por qué entré a ese pequeño espacio en que se encuentra la conductora y yo.
La contemplo embobado. Ella manipula los instrumentos con destreza y de vez en cuando, utiliza el micrófono para indicar la próxima estación.
¿Cuál es tu nombre? –me pregunta con voz dulce.
-Edison – respondo, tragando saliva. Me siento todo un Keanu Reeves junto a Sandra Bullock en la célebre “Máxima Velocidad”
-Me gustas mucho, ¿Sabes? – dice la chica.
Yo, al borde del desmayo, sólo atino a ensayar una sonrisa boba.
Deja abrazarte, muñeco –susurra la lindura y extiende sus brazos. Lo hago, sintiendo la turgencia de sus pechos en el mío. Palidezco. Esto parece una película de esas bien encendidas. La beso, con la torpeza de un novato. Pero no me importa, hay que aprovechar la ocasión, ya que después de esta, no habrá otra. Ella, introduce sus manos en mi pecho lampiño y lo acaricia con pasión. Me siento suyo, por lo que también toco sus caderas e incluso sus bien formadas piernas. Esto parece un sueño, pero no lo es.
En la tercera estación, la belleza sonríe, me hace un gesto que no entiendo y sale de la cabina. Aguardo un momento. Transcurren quince minutos y nada. Me comienzo a poner nervioso, porque los pasajeros levantan sus voces para reclamar, tanto, que siento que debo hacer algo. Por lo que pulso un botón, se cierran las puertas y misteriosamente, el tren parte raudo por las vías. ¿Qué por qué lo hice? Un llamado visceral que pretende simular una acción heroica. Pienso en la muchacha y me digo que debió sentirse indispuesta. Y antes que nada, uno debe ayudar a que todo prosiga con normalidad. A tanto asciende mi rol, que me atrevo a anunciar por el micrófono la próxima estación.
Cuando llegamos, abro la puerta en el mismo momento en que cinco policías me sacan en vilo de la cabina y me conducen por los pasillos. Entiendo que estoy en un problema, que no todo lo que brilla es oro. Cuando me piden que me identifique, hurgo entre mis vestimentas y no encuentro ni mi billetera ni mis documentos. Caigo en la cuenta dolorosa de que la conductora no era conductora, sino una ladrona muy avezada.
Ahora, cargo con el delito de apropiarme de un tren subterráneo, de secuestrar a una conductora, la cual fue encontrada atada de pies y manos en los baños de una estación y como no existen rastros de la chica timadora, creo que pagaré con cárcel mi pretensión de creerme Keanu Reeves, en circunstancias que no soy más que un personajillo oscuro que ahora hace noticia en los medios de comunicación “por su extraña obsesión de querer conducir el tren subterráneo"…
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