Envejecen los perros junto a la puerta de la casa. Se echan sobre el pórtico a velar ahora nada más que al tiempo. Sus miradas reciben a los visitantes con una nostalgia conmovedora. Al más extraño sólo levantan su cabeza como sinónimo de advertencia. Pero allí queda. Siguen pasando los años, unos cuantos, y los perros pierden movilidad gradualmente. Tanto que se olvida que alguna vez corrían por la granja. Los adultos, esos niños que compartían el mismo avance de la vida, retornan con indiferencia hacia ellos. Se los presentan a la nueva generación, pero nada conmueve a éstos. Hay premura en esos días. La casa se llena y los perros deben acomodarse en cualquier otra parte. No son ya los vigilantes, ni dueños de espacio propio. El movimiento les resulta inusitado y hasta amenazador. Las personas, todos esos rostros felices y sonrisas, dan extrañeza. La intemperie comienza el último proceso en sus carnes blandas y orejas vencidas. En sus patas las fuerzas terminan una hora nefasta.