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Siempre había sido ella, desde los cinco años de edad. La vi por primera vez cuando asistí a un entierro en la calle Los Mil Laureles, dónde asesinaron a mil revolucionarios, y, por ello, la calle tenía aquel nombres. Asistí en compañía de mi madre y mi abuela, mi madre, Lucrecia, era de estatura promedio, bella, con grandes ojos marrones, benévolos; mi abuela era un poco más alta, delgada y con una mirada inteligente, algo en ella denotaba dureza (pero era mera apariencia). Iban vestidas de negro, yo, por otra lado, iba vestido con un traje azul muy oscuro, pero, al poner atención, se distinguía del negro. El fallecido era un conocido de mi abuela, un hombre que asistió al entierro de Madero, que visitó las tumbas de lo revolucionarios, se llamaba Herbert, era Inglés y amaba la historia. Entonces, junto al féretro oscuro estaba ella, tomada de la mano de su madre, mirando con intriga al hombre que su madre llamaba "padre" entre llantos e hipidos. Su nombre era Daniela y, desde el primer momento me cautivaron sus grandes ojos, limpios, inocentes. Para toda la vida quedé embrujado por aquellos ojos.
Tenía 5 años de edad, igual que ella y, los únicos amores que tenía eran el que le daba a mis padres, mis abuelos, mis tíos y primos y alguno que otro conocido de la familia que para mí era otro familiar. Pero, nunca, hasta entonces, había sentido aquel vuelco en el cuerpo, fue como una fractura de "algo muy dentro de mí", inmediatamente me sentí conmovido.
No le dirigí palabra alguna, las palabras se deshacían en mi garganta (cerrada por la impresión). Quería escapar de allí, aquel sentimiento era insoportable.
Se veló al hombre largo rato, hasta que la tarde vino con su frescura a alertarnos que el tiempo apremiaba.
Hombres corpulentos, silenciosos hasta entonces, pujaron al tener que cargar el cadáver del Herbert K. al cementerio.
La hija del fallecido, y su nieta, iban detrás de la comitiva. La mujer hipaba y miraba a su hija, tratando de simular su dolor. La niña le sonreía honestamente, inspirando en su madre una sonrisa que a todos pareció ser producto de un ligero consuelo.
La calle ascendía algunos metros y, los hombres cargaban el féretro -como la tradición dictaba -; ascendieron lenta y trabajosamente.
El sol ya no abrazaba las calles, pero el calor aún estaba escapando de la tierra cuando ellos subieron la cuesta.
El cielo, despejado y de color gris (signo de que la noche se acercaba), me parecieron extraños, como si me viera caminando en un sueño que sé que es un sueño.
Pero yo no retiraba la mirada de Daniela, ella advirtió mi interés y giró su rostro para verme.
Tuve miedo, mucho miedo, quería huir de su mirada, pero, a la vez, ansiaba enormemente ser visto por ella. De nuevo, sentí un vuelco en el pecho. Me costó respirar.
La comitiva tomó por la única avenida del pueblo y recorrieron un largo tramo antes de salir del pueblo, durante el andar, más personas se unían a la conglomeración. Lejos, al otro lado del pueblo, sonaban los metales de las campanas. Los pájaros, asustados por las campanadas, elevaron el vuelo en nuestra dirección, como acompañándonos al cementerio, como diciendo adiós al hombre que tantas veces les dio pan en migajas en el parque. El cementerio estaba retirado del pueblo, pero, a veinte minutos de lento andar, lo vimos. Apareció como un campo delimitado por altos árboles, con las cruces metálicas y de madera pintadas de blanco emergentes de la negra tierra. Es extraño el aroma que los cementerios tienen, a uno lo sorprende ese aroma, huele como a "Día de muertos"; a ese tipo de ambiente, algún perfume de flores fermentadas, el aroma de las piedras mojadas por la lluvia (aún cuando no llueva por muchos meses), el pasto crece lento aunque se alimente de los muertos, también, si uno pone suficiente atención, uno puede sentir como la tierra exhala un aliento inusual, dejando -al parecer - salir las almas hacia los cielos.
El sol se ponía, y, las nubes que en el horizonte había, se tiñeron se sangre y fuego.
Las verjas metálicas chillaron al ser abiertas por dos hombres, ambos enterradores, quienes no levantaron los ojos hasta que todos los conglomerados hubieran traspasado el umbral.
Daniela dejó a su madre un momento, se acercó más al féretro, y volvió al momento con su madre, tomando nuevamente su mano. Entonces supe que había colocado una flor sobre el féretro.
El sacerdote, un hombre regordete, con una mirada tranquila, un labio inferior muy pronunciado, dos piernas arqueadas y unos brazos acostumbrados al trabajo de jardinería, entonó un agradable discurso refiriéndose a la muerte, la vida, la felicidad y la fugacidad de todas las anteriores.
, dijo el sacerdote.
Daniela volteó, me buscó con la mirada, yo no huí, salí de detrás de mi madre y me encaminé hacia ella; la vi sonreír e invitarme con un gesto de su cabeza para que me acerca más. Así lo hice, mi madre me observó, intrigada. Mi abuela, por otro lado, miraba la lejanía, hacia el sol que ya era devorado por las montañas.
Llegué hasta ella, le saludé, muy nervioso, mi lengua resbalaba dentro de mi boca, entorpeciendo mi dicción. Ella estaba de pie, y yo junto a ella.
No sabíamos que era la muerte.
Pero ese día supe que era el amor.

Su madre y ella se fueron, durante cuatro años no volví a verla, pero, de vez en cuando, cuando yacía en soledad, la rememoraba, con sus grandes ojos... ojos cautivadores.
Regresaron un Enero demasiado húmedo, en un auto viejo y destartalado que los foráneos rentaban para que les llevaran a sus destinos en las honduras de la selva.
En esos días, aún se escuchaba el chillido de los monos al huir despavoridos de los cazadores, había jaguares que se metían a las casas para tomar la la siesta en las camas de los dueños.
El cántico monótono de las cigarras se oía igual, sin importar la ubicación dentro y fuera del pueblo.
Llegaron para visitar la tumba de Herbert.
Se quedaron dos semanas, después partieron. En esa ocasión, no le hablé, pues creí que me había olvidado... y así había sido.
Otros cuatro años transcurrieron, estaba vez, se quedaron más tiempos, tres meses, pues rentaron una casa junto a la iglesia que antaño fuera del mismo Herbert y, donde el fallecido solía meterse con la esposa de Ramiro U. Quien le disparó con una escopeta cuando encontró a su mujer desnuda sobre Herbert. Les disparó a los dos, pero ella sobrevivió y se fue del pueblo. Jamás volví a verla... aunque se rumoreaba que estaba encinta y que el padre era el Inglés. Ramiro U., se volvió huraño y no habló más.
Partieron y pasaron muchos años, yo me casé y tuve una hija, pero mi mujer, Rafaela, murió en el parto.
A veces, cuando el viento era fresco y el cielo estaba despejado, me daba por recordar a la niña de los grandes ojos.
Finalmente, comenzaba a olvidarla, había dotado a Daniela de un carácter mítico, como una criatura que jamás logré comprender, ¿pero no se ama sin comprender?, ¿Uno comprende por qué ama?, No, al menos yo no lo hacía. Fue cuando cumplía años mi hija (tres años), cuando ella apareció de nuevo. Venía con su madre y un hombre, creí que debía tratarse de su esposo, mas no era así, se trataba de un primo de ella y era su prometido.

Se alojaron en la misma casa. Su madre, cuyos cabellos antaño eran negros azabache, ahora estaban moteados de blanco y gris. Ella por otro lado, seguía más hermosa. Su cabello era largo, sus caderas contoneaban al andar, sus pechos se agitaban al caminar, sus brazos y manos se movían con gracia. Seguía igual todo en ella menos su mirada, sus ojos no me parecieron tan grandes como antes. Su primo era un buen hombre, hombre culto y diestro en el trabajo de la madera, supe más tarde que era un constructor muy bueno de barcos en Escocia.
No le hablé por muchos días. No me atrajo ya ella.
Ahora, el recuerdo de mi difunta mujer se había magnificado. Pero la muerte trae consigo al olvido y comencé a olvidarlas a ambas.
Lentamente la niña del cementerio se desdibujó en niebla y solamente recordaba su vestido negro y su gorro.
Se extinguió su imagen de niña... pero la suplantó la imagen de la mujer.

Había estado cortejando a la hermana menor de mi fallecida esposa cuando ella volvió, pero, Elena, intuitiva, advirtió mi interés por Daniela; un día me confrontó y me pidió una explicación... no supe como, pero le dije, las palabras salieron de mi boca, aunque sentía que no era mi voz la que hablaba... estaba tan acostumbrado a decir la verdad. Elena dejó de hablarme, pocos meses después se casó con mi mejor amigo y, mi mejor amigo, Raúl, conociendo nuestra anterior relación, cortó toda comunicación conmigo... yo me había acostado con Elena, y él no me perdonó nunca por ello.

Eran las fiestas patrias y el pueblo se llenó de luces, de fuegos pirotécnicos, de música, de alcohol. Todo era para recordar que estábamos vivos.
Daniela llegó a la fiesta y comenzó a entablar relación con las otras mujeres, hablaba el español con el acento remarcado. Yo hablaba con algunos hombres de política, cosa que me apasionaba mucho en aquellos días tumultozas, fue como el prometido de Daniela entró a la charla, muy versado, nos habló de las políticas económicas de su país. No puede odiarlo, era un buen hombre, yo estoy seguro que de habernos conocido en otros tiempos, habríamos sido buenos amigos.
Se habló, se bebió, se bailó hasta el amanecer.
No sé cómo ocurrió. Me acerqué a una pared para recargarme y allí estaba ella, mirando el cielo, con la misma mirada que había visto en el cementerio. Caminé y la saludé, la cuestioné y me dijo que estaba cansada... mentía.
Hablamos durante horas, y lentamente fue diciendo que había sido de ella: había estudiado en un colegio para señoritas, su madre se había vuelto a casar, pero el nuevo marido desapareció en un naufragio, había conocido París, Roma, Berlín. Vivió algún tiempo con una prima suya en los Alpes suizos, después volvió con su madre quien había legado la administración del negocio a su sobrino, su prometido, entonces una cena de tantas que tuvieron, él le propuso matrimonio. Ella no supo que responder, sintió que debía aceptar, la mirada de su madre así le aconsejaba, aceptó la propuesta.
Hablamos, le conté de mi recuerdo turbio relacionado con el cementerio, le conté de su vestido, de su sombrero, ella pareció asombrada, aún recordaba muy bien aquel día.
-Tú eras el niño... sí, encuentro el parecido.
Me preguntó que había sido de mí, yo le conté todo.
Ella soltó risas ante anécdotas que le conté.
Charlamos hasta que el gallo nos avisó de la proximidad del día.
Repentinamente, con un súbito movimiento, la acerqué a mí, sentí el miedo en su mirada... aún así la acerqué a mis labios.
El beso me hizo sentir que me quebraba desde dentro, no soportaba esa sensación y terminé el beso. Ella había enrojecido por completo, yo sudaba, y ambos jadeabamos... nos miramos absolutamente asustados... entonces nos fuimos, en busca de las sombras, en busca del olvido, que el mundo nos olvidara por unas horas... nos perdimos en las honduras de las huertas. La besé con desesperación, respiraba su aliento, su piel humectaba la mía con la suya, sus ojos me miraron y me vi en ellos... sentí la inmensidad de aquel momento. La tomé y la cargué con fuerza, nuestra respiración irregular era el único sonido, las cigarras había callado, suspiramos, nos entregamos mutuamente, bebimos el uno del otro...
Siempre había sido ella... desde los cinco años...

Texto agregado el 28-10-2012, y leído por 239 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
28-10-2012 buen cuento, es dificil que yo lea los cuentos completos. Esta buenisimo noicanigami
28-10-2012 Bueno, muchos dicen que desde que uno nace ya tiene destinada a su pareja. Aquí se refleja con toda claridad esa idea. Gatocteles
28-10-2012 Bello relato de amor glori
 
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