La tormenta desgajaba en dos los pensamientos de los ancianos. Miraban - recordaban. Un hálito gris de melancolía removía sus erosionados cimientos.
Qué frescor, qué ímpetu, que vida nueva; cuántas gotas, cuántas promesas derramándose por la tierra. Sacaron las manos por la ventana, las mojaron, rieron. Se secaron las gafas, surgieron nuevos temas de conversación ante el paisaje de verdes pálidos y roncas tronadas.
La más diminuta anciana, tan frágil como una patita de canario, miraba también la escena. Pero una y otra vez volvía su cabeza y apretaba su mano contra otra imaginaria. Al gesto añadía, quebradamente, un nombre:
Daniel. Y todos, al oír aquel nombre, sabían que por los ojos opacados de la mujer seguía mirando su difunto esposo. La ternura era inevitable para con aquella dama de blanquísimo cabello. Dobladita casi como un caracol, solía conversar a solas con el aire, sin percatarse de los gestos piadosos hacia ella. Casi no comía ni bebía; no exigía para ella más que un rincón del parque para pasearse de la mano del vacío. Los pájaros, incesantes en su eterna primavera, y los árboles, siempre generosos con los débiles, la rodeaban. Y durante horas, allí, bajo un estilizado sauce, parecía haber una gran fiesta, en la que la anciana solitaria bailaba, rebosante de alegría. Danzaba casi tropezando, abrazándose a la espalda del vacío, que ella, sin embargo, sentía gozosamente lleno.
En el asilo decidieron aumentarle su dosis de antipsicóticos; no veían conveniente las progresivas alucinaciones de la vieja. Poco a poco la fueron durmiendo, la fueron helando; hasta que dejó de hablar con su querido Daniel. Hasta que cerró los ojos de pura melancolía. Hasta que sus huesos resecos penetraron en la tierra, cayendo sin ruido, como una suave lluvia.
Un año tardó Lucía en revelar la fotografía, pero su perplejidad aún le duraría más:
la salita de paredes azules y la gran mesa tallada. Las cortinas de encaje empujadas por la brisa húmeda. Allí, los diez ancianos que observaban la tormenta de aquella tarde atronadora; allá la abuela, girándose. Y allá el abuelo, junto a ella, con el mismo gabán gris sin bolsillos que le gustaba ponerse los días de lluvia. |