Abortada
Ludwigia, era el capullo de una niña que anheló siquiera ser el aroma de una flor de mujer. Aquella vez, se desplazaba ondeando su blanco vestido entre el crepúsculo de su alcoba, iluminada únicamente por el tenue resplandor de su lámpara de noche.
Amargas penas empañaban sus ojos por las angustias de su vientre contagiado; por las heridas del salvaje corazón. Cuán cándida, cuán risueña, cuán ingenua fue. Enamorada en su quinceava primavera, pudo percibir de nuevo los negros ojos fugaces de su amado, aniñado soñador aventurero. Atractivo aquel joven que le convidó una pieza, en una fiesta donde era ella la más hermosa entre todas las princesas. Era la pupila de todas las escrutadoras miradas, triviales, en una noche que parecía interminable. Una dulce melodía sonó por siempre, mas el vals menguaba a través del tiempo, con las caricias de su amado Aldemaro, tiernas, que se volvieron pasionales.
Batió sus frágiles pétalos, de huesos hirientes, contra la pared de nuevo y salvajemente. Otra vez y con fuerza; ya las lágrimas le amargaban sus más hermosos recuerdos. Inoportuna fue la noche de la prueba de amor.
— ¿Cómo demostrarte que te amo, amado mío? Yo te amo aunque mil pruebas se atraviesen. Aunque mi mente diga que no, yo he decidido amarte.
— Entrégame tu amor, Ludwigia. Dame tu cuerpo, dame tu aroma, dame tus besos.
Se deslizaron sus delicados dedos entre las grotescas manos de Aldemaro, frente al tan esperado cielo cubierto estrellas y la cama de prado. Ahora eran una sola piel, consumida por la lujuria y la pasión, cumplían el estambre y el pistilo sus votos de concepción. Furtiva, como en aquella habitación.
Las contusiones y heridas opacaron su blanca piel de seda, y menos dolorosas fueron que las cartas de Aldemaro llenas de falsas promesas. Mentiras. Él no estaba en ese momento porque se fue a la primera; ni su amor, ni el fruto de ello fueron suficientes para detenerse.
Desgarró con vehemencia el tapiz de la pared, cuando con jadeo se incorporó. Se miró frente al espejo y Ludwigia despareció. Fúrica lo destrozó, impactándolo con frenesí contra el suelo.
Sosegada, observó los trozos de su ira, y agregó a su vista su viejo álbum de recuerdos, hasta traerlos a sus muslos para mirar en sus felices adentros. Había sonrisas alegres, sus padres además eran bastante fiesteros. Nunca un niño fue en error, no obstante, fue para ese momento. Su hija estaba embarazada y no pudieron aceptarlo. La acorralaron, injuriaron, era ella el escrutinio despectivo de la moral en todo el pueblo.
Lloraba en su habitación porque hasta allí llegaron sus sueños. Para Ludwigia, ese era el momento. Un gancho de ropa se introdujo en su útero y lo que secundó fue histeria, sangre, dolor, no cabía el arrepentimiento ni el temor. Sangre y dolor, aquel episodio fue intenso…
Extrajo el no nacido como cosecha en el invierno, lamentada porque aquello no era parte de sus fantásticos sueños.
No hagan ruido, que el occiso reposa en silencio. Sobre los brazos de su madre, remecido, no oye su cántico funesto. Ensangrentada, acuesta su niño, sobre el suelo lleno de vidrios con irreconocibles reflejos y retazos fotográficos del pasado que ahora no importan ni un bledo. Insignificante habitación, murió quien fue, quien es y quien planeaba serlo.
Q. E. P. D. En su lápida rezaba: "Acurrúcate, hijo mío, en el sepulcro que es tu madre".
Abartig
Abortada: N° 4to de la "Colección de Cuentos: 7 Epitafios"
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