El aparato que me traslada diariamente se llama auto. No es nuevo, ni viejo. Simplemente es. De vez en cuando uno debe ponerle algo de dinero encima. Pues se lo merece. Acorta distancias y es un aparato que no demanda mayores gastos de mantenimientos. Necesitaba un cambio de zapatillas o de cubiertas. Como más a usted le guste. Así fue que tuve que trasladarme a la ciudad vecina a unos 25 kilómetros.
La tarde estaba quieta. Tranquila. El calor húmedo suele moldear el carácter de las personas. Esto no fue hace mucho, fue hace un rato. Viajaba por la ruta y los vehículos me pasaban rápidamente. Dejando un eco del hablar de sus motores. Yo los miraba como queriendo decirles algo. No sé bien qué, pero algo les quería decir. Tal vez quería que todos sepan que viajaba plácidamente escuchando a León Gieco.
Dos personas me acompañaban. En silencio. Como respetando la música que sonaba. Los llevaba al colegio, pues son estudiantes.
Compro los neumáticos y me dirijo a una gomería para que el señor que allí trabaja pueda cambiarme las cubiertas viejas por las nuevas. Este humilde trabajador tenía una apariencia avejentada. Sus arrugas y su pelo enredado demostraban que su vida tenía tanto recorrido como un alguacil.
Antes de empezar con su trabajo se arremangó una vieja camisa, transpirada y con muchas horas de trabajo encima. A medida que iba realizando tal acción, su brazo dejaba ver algo raro al principio. Era un tatuaje con tinta china. De gruesas letras. El tatuaje expresaba que allí hubo varias semanas de trabajo, de pinchazos, de paciencia. Era una leyenda. Su brazo hablaba. Tenía un grabado que decía: “Silvia Te Amo”.
Mis ojos se detuvieron en sus brazos mientras este enamorado sacaba las tuercas del auto. Se abrió una polémica dentro de mí. No sabía si hacerle la pregunta o no. Pues me animé luego de unos minutos y le dije:
- ¿Todavía amas a Silvia?
A lo que él me respondió: - Más o menos.
Entonces me di cuenta que el amor habla idiomas infinitos.

@ Mauricio Muro