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Hoy he tenido un mal día. En realidad ha sido un día tan normal como otros tantos. Lo que sucede es que hoy es mi cumpleaños y me hubiese gustado celebrarlo de alguna manera. Pero mi agenda social y mi teléfono viene a ser una costumbre protocolaria que mantengo como una reliquia de hace un lustro: Todos sus huéspedes están emparejados, muertos, alcoholizados, en otra ciudad, pasan de mí o tienen cosas mejores que hacer; y como la única familia que tuve fue Yolanda, al abandonarme perdí el hilo social y nunca más he vuelto a encontrar el ovillo. Y sí, me relaciono con Facebook y mi ordenador, Pero sólo eso, mi ordenador, aunque los considero mejor que los humanos, quizás no tanto como los perros. Bueno da igual. No estábamos en eso. De todas formas nada ni nadie me impediría una solitaria celebración cenando fuera. Una sutil tregua contra la vaciedad que me ataca desde que me abandonó Yolanda. Aunque la soledad y la tristeza son ya mi fiel compañía y se han instalado en todos los resquicios de mi existencia sin que hayan ausentado un solo día.

Tras ir y venir por la misma calle de la ciudad, el aburrimiento me apeó en un restaurante cualquiera. Me senté, posé la carpeta y el periódico comprado a la mañana. Un camarero me atendió desganado y me mostró la carta. Le pedí un cóctel de no sé qué, revuelto de no sé qué, mero al no sé qué y un buen vino. Añadí a mi comanda que me lo trajera todo junto. El camarero me advirtió que era muy temprano para cenar, que todavía tenían que encender la cocina y el horno, con lo que me tocaría esperar un rato. Miré el reloj y eran como las siete y media de la tarde. Acostumbrado de mí... ¡con tantos años de esperar nada!... me acomodé plácidamente.

Evidentemente estaba solo en el comedor, unos minutos de soledad diluidos en toda una existencia, y mi trabajo como especialista en iluminación y representante de lámparas tampoco es que iluminase en exceso mis relaciones sociales, porque cuando trabajo me encuentro muy solo entre los clientes, y cuando no trabajo estoy solo de por sí.

Lo cierto es que hacía dos meses que me habían despedido y casi ni me había enterado. No me resignaba a salir a la calle sin mi carpeta, aunque ahora contuviese folios en blanco. Como mi vida y como mi teléfono, que ya ni vibra porque se han olvidado todos de que ambos existimos.

Extendí el periódico. Ni siquiera me interesaban las noticias del periódico. Siempre lo llevo porque me da conversación. Me cuenta cosas, todas desagradables, pero cosas al fin y al cabo, con su característico silencio roto al pasar cada página. El periódico también tiene razones para estar deprimido, carga con todos los muertos, guerras, conflictos, terremotos, huracanes, chismorreos, estafas y demás calamidades.

Como una hora más tarde el camarero me trajo el cóctel, el revuelto y una cazuela rebosante de mero. Toqué la cazuela de barro y me quemé. Fue una agradable sensación, pues al menos era una sensación que me indicaba que todavía estaba vivo, toda una experiencia en mi triste y rutinario deambular por la vida, que algunos dicen que es un regalo de Dios.

En realidad no tenía hambre, porque nunca tengo hambre. Probé de mala gana un poco de todo. Pedí la cuenta y un café solo, y decidí regresar a mi casa. Por el camino paré a tomar otro café, evidentemente solo, y en el bar debajo de la pocilga que habito tomé una caña. El camarero me conoce de sobra, sabe lo que consumo y que nunca acudo acompañado, así que como un fiel reflejo me sirvió la caña sin mediar palabra. En la tele del bar retransmitían un partido de tenis. Yo ni a eso llego, lo mío es el frontón. Mi vida social es la de una solitaria en las tripas de un ermitaño.

Mi acomodado cubículo viene a ser como un vertedero fruto del desdén, el caos y la ley natural de entropía, fiel reflejo de mi deprimente y ninguneada existencia. Inclusive es digno de un nuevo arte adivinatorio, de una nueva mancia: La desordenomancia. Con todo tirado, una cama eternamente desecha e inmudada, ropa sucia, una arruga en cada prenda y un vacío gravitatorio en cada rincón de la morada.

Tras una hora, y media botella de JB, todo cambió milagrosamente en mi madriguera. Me encuentro feliz y exultante, radiante de felicidad. Sé que nada malo o deprimente se volverá a repetir de nuevo en mi vida. Mi soledad y angustia tocan a su fin, por fin, y se inaugura una etapa llena de viveza y dulces cambios.

Tengo puesta mi corbata favorita, regalo de Yolanda, anudada a mi cuello con un nudo distinto al convencional. A su vez está atada a una soga de un metro y medio, que a su vez está amarrada a la barandilla del balcón, la cual estoy a punto de saltar. La verdad es que nunca me ha gustado excesivamente llamar la atención de los demás, ni ser noticia del periódico local, ni perdurar eternamente en la memoria de los vecinos y conocidos -que no amigos-, pero tampoco tengo mucha experiencia en suicidarme, eso creo, y no paso de ser un autodidacta que intenta improvisar, y en el interior de mi cochinera no he encontrado ningún sitio adecuado donde enlazar la cuerda. Durante breves instantes consideré la posibilidad de subirme a una silla y enroscar la soga a la lámpara del comedor, quizá la corbata –siempre queda uno más elegante al presentarse como finado- pero por mi experiencia profesional dudo mucho que la lámpara soporte mi peso y al final no quedara más que medio suicidado.

Además, aunque resistiera todo mi peso, posiblemente transcurriera mucho tiempo hasta que alguien encontrara mi cadáver deshuesado y descompuesto, y se diesen cuenta que en realidad ya llevo mucho tiempo muerto.

Texto agregado el 24-10-2012, y leído por 132 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-10-2012 Es un texto genial de comienzo a fin, te engancha y no te deja hasta que lo terminas, esa pasividad del protagonista por asumir la vida como venga, nótese que no se siente ni víctima de nada, ni artífice de nada. Es como alguien que un buen día abre los ojos de tanta mierda y percibe que aún no a construído ni asimilado ninguna muleta existencial para no sentirse tan solo. Saludos. Legnais
24-10-2012 Bueno, a uno de mis personajes nadie lo soporta, pero se quiere muchísimo. Él solito se festeja sus cumpleaños regalándose libros y películas, y está contento, a pesar de su rostro de Quasimodo. Saludos. Gatocteles
24-10-2012 Todos tenemos días malos. Buen texto godiva
 
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