Las flautas de Kang Mandor suenan dulces entre los velos de mujeres, en su cántaro y caderas, la ciudad amurallada y en las casas de techo transparente. Con las flautas viene el xilófono juguetón, el que guarda tretas para los tristes. Retumba la nostalgia de Saginow en mi caracola. También retumba la próxima tormenta; se avecina en suertes milenarias.
Frente a mí Ujang Suryana se postra en alabanza. A mi lado tengo el libro de los felices; aún no logro descifrar sus vocablos. Tras de mí el palacio blanco se sonroja. “Oh gran rey –dice Ujang Suryana– tú que en lontananza obnubilas tus ojos por el reino que te corresponde, aprende a soplar tus pies para calentarlos, soplar tu sopa y darle frío. Para leer hace falta poner alergia a los tobillos. Para entender no hay más que balar. No existen los círculos. Las cosas no empiezan por el final en el cual desembocaron. Subyuguemos la oportunidad de algo más.”
La sonrisa blanquísima de Kang Mandor, en sus puertas y ventanas, asiente con el llanto, con el bolso bajo el ojo que señala la experiencia. “El problema comienza –respondo sin mesura– cuando pienso en esta frase que va a irse hacia la eternidad y que quizá no he comprendido completamente.”
Ujang Suryana baja la mirada, toda llaga en las axilas. Al fin y al cabo, uno a todo se acostumbra, “incluso a la risa”, exclama simple. Describe un juego de palabras, luego lo asesina: escuchar con atención las flautas de Kang Mandor, presenciar la vida simple de los súbditos, persignar el abatimiento en su partida; todo esto debe hacerse, si en verdad se entiende el libro de los felices. Todo esto pide Ujang Suryana antes de hacer reverencia y alejarse entre muletas. Y el gracioso salto de la única pierna, eso es todo lo que queda.
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