Cuando el tiburón ya había abierto sus fauces para engullirse al humilde pececito, éste, en idioma común a toda la fauna marina, le suplicó:
-Espera un segundo, amigo tiburón. Yo provengo de una raza que desde siempre ha sido sacrificada por el hombre. Nos capturan con redes y después nos envían a las fábricas, en donde nos faenan y comercializan.
-¿Y eso que?- respondió el tiburón, contemplando al pececito con fría curiosidad.
-Con lo que te acabo de decir, estoy apelando a la solidaridad entre nuestra especie. No es posible que el hombre haga lo que quiera con nosotros y tú y toda tu parentela, participe en lo mismo y no nos defienda.
-¡Ja!-exclamó el tiburón-, me temo que he dado con un odioso político. ¿Acaso no sabes aquello de que el pez más grande se come al pez más chico?
-Pero tú estás abusando, amigo tiburón. Nosotros no tenemos ni la más mínima oportunidad de salvarnos. Por lo menos, dame una ventaja siquiera. O véndate los ojos y así me das alguna opción.
-La supervivencia no es un juego, pequeñín. Acá, el que gana, gana. Y el que no, es porque no puede nomás. Yo mismo, también evito al hombre, pero a veces, me he manducado a varios que he sorprendido nadando a solas.
El pececito comprendió que se le acababan los argumentos y que en segundos sería un protagonista pasivo de la cadena alimenticia. Por lo que, intentó un recurso desesperado.
-¡Alto! ¡No me comas!
-¡Este mugroso pez me tiene harto!,-pensó para sí el tiburón. ¿Qué sucede ahora?-preguntó, a punto de perder la paciencia.
-¡Te lo advierto! ¡No me manduques, porque yo soy una carnada! Me fabricaron con un material especial que sólo servirá para atraparte. Mis ojos no son ojos, sino un par de pequeñas cámaras.
El tiburón se aproximó y se lo quedó mirando.
-¿Es verdad lo que estás diciendo?
-Exacto, si me comes, el hombre sabrá en donde te encuentras y en un dos por tres, te ubicará y cazará.
-¡Hum!- exclamó el escualo, que si hubiera tenido manos, se abría rascado su cabezota.
En un acto de osadía, el pececito agregó: -A decir verdad, sólo trataba de salvarte. Pero, recordando los millones y millones de camaradas que han sido tragados por tu bocaza, ahora, te pido que me comas nomás.
El tiburón titubeó. El riesgo era evidente, ya que el hombre había sofisticado sus métodos de captura. Y este minúsculo pez, que sólo se quedaría enredado en las encías, no valía la pena. Por lo tanto, le echó una última ojeada al pececito y luego, musitó con voz canchera: -Un tiburón podrá ser comilón, pero nunca tonto.
Y se alejó, muy conforme consigo mismo.
El pececito se sintió muy satisfecho y huyó raudo hacia un lugar más seguro…
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