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LA PROPUESTA

El hombre era corpulento, su cara rosada y gorda como un bebé, una orla de pelo rubio le corría desde las patillas a la nuca. Sus ojos celestes adormilados y el batón rojo de satén probaban que lo había sacado de la cama. Llevaba en la mano el papel en el que había escrito mi nombre y rango.
—Pase, capitán, no son horas para andar por la calle.
Con un gesto ordenó a un mulato flaco y jovencito que me ayudara. Él me hizo pasar al baño, tomó mi capa mojada y limpió mis botas. Luego, con un ademán cortés, me pidió que le diera mis armas. Dejé sobre una mesa las dos pistolas cargadas pero conservé el sable de desfile y la alforja con la que me había bajado del caballo.
Por las ventanas vi como otro mulato ataba mi caballo a la reja del aljibe, le daba agua y le secaba la transpiración con un trapo.
Pasé al amplio salón adornado con colgaduras de plata y damasco. Estaba igual que en época de los Álzaga. Recordé el baile para celebrar el aniversario de la victoria sobre los ingleses de 1807. Yo entré luciendo mi medalla y estrenando mis galones de teniente. Ángela se moría de celos de verme en casa de sus patrones, bailando minués con mi uniforme de gala. Esa noche me amó afiebrada, en la choza de un primo suyo, detrás de la Recova. Habían pasado trece años.
­—Siéntese, por favor, Iyarzún —me dijo el inglés sonriendo— ¿Quiere un whisky?
Acepté con la cabeza y él me acercó un vaso de cristal y la botella.
­—El whisky es el único aporte de los irlandeses a la humanidad— dice jovial. Sus mejillas estaban enrojecidas y sonreía de costado dejando ver sus muelas de oro.
-—Me puede servir por favor— le mostré mi mano izquierda contraída, amoratada, muerta en vida.
­—Disculpe, no me había dado cuenta. ¿Una herida de guerra? —preguntó mientras me servía.
—Sí, durante una carga de caballería en Suipacha.
—¿Caballería? Su uniforme es de artillero, como el sobrino de mi esposa. Dicho sea de paso, lo tiene en muy alta estima. En su carta me dice que usted es un héroe de la revolución —me hizo un gesto con la cabeza, sabía quién era yo, quizás también sabía a qué venía.
—Pasé a artillería después de mi herida, también fui infante en 1807.
Él bebió de su vaso y desvió mi mirada, ya no sonreía, probablemente él también recordaba esa noche lluviosa del cinco de julio de 1807. Las sombras escurridizas de los soldados ingleses por las calles, los gritos del coronel French ordenando la carga, el estertor del sargento inglés al que atravesó mi bayoneta. Sargento que portaba el estandarte que en ese momento llevaba en mi alforja; el primer hombre que maté. Los gritos de victoria, las felicitaciones de Álzaga por el estandarte inglés, la vergüenza de mis pantalones llenos de mierda. «La gloria no huele a rosas soldado». Álzaga me acompañó a su casa y le ordenó a una mulata que me bañe. Ángela quitándome el uniforme, calentando el agua jabonosa en un tacho de latón en la cocina. Ángela envuelta en vapor frotándome las carnes acalambradas, ablandándolas, entibiándolas. Ángela secándome con una toalla peluda y ofreciéndome su cuerpo mojado y desnudo sobre la mesa de la cocina.
­—No soy un héroe. Me hace sentir incómodo diciéndome héroe. No me siento orgulloso de las cosas que hice. Si estuvo en un campo de batalla no necesita que le ande entrando en detalles.
Él se sirvió otro whisky que bebió de un trago. Llamó a uno de sus criados que le trajo una tabaquera y me ofreció rapé.
—Discúlpeme, Iyarzún, pero siempre me costó entender por qué algunos, como usted, sacrifican tanto por otros. Siendo oficial del estado mayor comprendí rápidamente que los héroes se inventan en la retaguardia. Sirven para mantener alta la moral, para evitar que el cansancio vuelva cínica y rebelde a la tropa —inhaló rapé, carraspeó y luego prosiguió—. Me imagino que no cruzó las líneas federales y los centinelas de esta ciudad llena de viudas para tomarse una copa con un viejo enemigo. Usted y yo no somos hombres de perder el tiempo con complacientes nostalgias; dígame qué quiere, capitán
—Vine a llevarme a Ángela.
Me miró con fingida sorpresa y dejó escapar una exclamación en inglés. Por un momento pensé en las posibilidades que tendría de abrirme paso a sangre y fuego y llevarme a Ángela de esa casa.
—Usted sabe que soy un comerciante, un traficante de armas: las pistolas que trajo con usted se las vendí a Castelli, probablemente también vendí el fusil que lo hirió en Suipacha, al igual que los cañones que todavía humean en Cepeda. ¿Qué puede tener usted que pueda interesarme?
Abrí la alforja y desplegué sobre la mesa el estandarte del 71 Regimiento inglés. Retiré las tres medallas que llevaba en mi pecho y las coloqué sobre el estandarte.
—Buenos Aires, Suipacha y Salta, y mi honor, es todo lo que tengo. Las tierras de mis padres ya no existen. Mis amigos y compañeros de armas están muertos o en el exilio.
­—A Ángela yo se la adquirí a la viuda de Álzaga, junto con la casa, poco antes de que lo colgaran. Tengo entendido que él era su amigo. ¿Dónde estaba usted en ese momento?
—En el ejército del Norte peleando por la libertad de los pueblos.
Un disparo de arcabuz y gritos quebraron el silencio de la noche. El inglés se levantó con movimientos ágiles, puso un trapo oscuro sobre la lámpara de aceite y espió por las ventanas, escondido tras las cortinas.
—¿Peleando por quién? Por Moreno, Castelli y French, los asesinos de Liniers o por Saavedra, Rondeau y Viamonte, los de Álzaga y Moreno —me preguntó, todavía mirando por la ventana.
—Luché para que un hombre libre sea igual a otro hombre libre y por darles tierra, pan, trabajo y escuelas a blancos, indios y negros. Luché para que nadie tenga que bajarse de la vereda cuando crucé un hacendado, luché por las ideas de los libros que aprendí a descifrar en las calles de piedra de Charcas. Después del Desaguadero, cuando todo se derrumbó, luché por mis compañeros, por los porteños, indios y mestizos que morían a mi lado en el viento de la carga, y por Ángela, por volver a ver a Ángela.
El mulato que me había atendido en la puerta irrumpió en la sala armado y portando un candelabro de mano. Jones lo despidió con un gesto y le ordenó que se mantuviera despierto.
—No hay nada peor que un ejército en retirada. Los gauchos pierden la disciplina fácilmente, los que no desertan se emborrachan y roban. Usted se arriesgó mucho en venir hasta acá esta noche.
—Las vanguardias federales acampan en Luján. Tuve que hacer un rodeo de muchas leguas para entrar en la ciudad por el sur.
El asintió, aspiró rapé y recuperó la compostura.
—Mi vínculo con Ángela me impide responder afirmativamente a su pedido. Lo he recibido en mi casa solamente por la carta de mi sobrino Manuel. Su relato de cómo usted se arrastró herido y disparó solo su cañón contra la retaguardia enemiga es realmente épico. Si quiere puedo contactarlo con las tropas de López y Ramírez, ellos necesitan oficiales de su valor y experiencia, aunque su artillería es más bien rudimentaria. Después de las noticias que están llegando de Cepeda no le aconsejaría unirse a los unitarios, pero si esa es su voluntad no tengo inconvenientes, su amigo está con ellos.
—No vine a unirme al ejército, no podría empuñar un arma contra el coronel Dorrego. Tampoco contra Manuel y los otros lomos negros. Yo luché por la libertad y estuve dispuesto a matar y a morir por mis compañeros, pero si sobreviví fue por Ángela. Por ella llegué hasta acá y solo por ella estoy dispuesto a entregarle todo lo que tengo.
El inglés sirvió whisky en ambos vasos y caminó con las manos tomadas en la espalda
—No quiero sus medallas. No significan nada para mí. Vendiéndolas no recuperaría ni siquiera lo que pagué por ella. La bandera luciría bien en este salón, probablemente algún diplomático estaría dispuesto a darme una buena cantidad de libras por ella. Pero Ángela no se vende.
—¿Qué quiere? ¿Que le ayude a vender sus cañones a los federales? Por Ángela estoy dispuesto a hacerlo. Incluso estoy dispuesto a…
Él me calmó con un gesto de su mano, cruzó el salón y se sentó a mi lado.
—Le voy a contar mi historia, Iyarzún, quizás así me comprenda. Mi verdadero nombre no es Jones, es Salomon Hunger. Mis abuelos eran judíos, nací en un barrio bajo de Londres. Entré al ejército con documentos fraguados. Falsificar documentos es fácil; la cara, el nombre, el terror a la execración que el judío incorpora a su carne, el mandamiento de pueblo elegido que lleva, contra toda lógica, y que narra, en la celebración furtiva del sábado, no se adulteran. Puedo contarle cientos de historias del mundo de las ratas miserables y feroces de mi infancia, historias que ensalzan la astucia, el valor y la inteligencia, de un judío pobre y semianalfabeto que llegó a edecán del general Whitelock —se sienta, bebe un poco más de whisky y prosigue—. Luego el destino me trajo a esta ciudad perdida en las cartas de navegación, donde un grupo de aldeanos insensatos venció a la marina de su majestad. Después de la revolución, los ingleses pasamos de prisioneros a ser respetados como si todos hubiéramos nacido en el West End. Comencé a hacer lo único que sabía, lo que el ejército me enseñó, comprar y vender armas. Los americanos parecían querer la independencia para poder matarse los unos a los otros. En pocos años he amasado una fortuna que no voy a alcanzar en gastar en toda mi vida. Me casé con una joven patricia, que me dio sus contactos a cambio de que su ilustre padre no cayera en bancarrota…
Dejó su vaso y se frotó las manos. Mirándome directamente a los ojos, continuó:
—La era de la revolución terminó. Los españoles todavía resisten en el Alto Perú, pero sus días están contados. Ahora comienza otra era… Estoy dispuesto a hacerle otra clase de propuesta. Algo que sólo alguien como usted puede llevar a cabo. Le dejo la esclava a cambio de su juramento de que el niño se va a criar como un hombre libre.
—¿Niño? ¿Qué niño?.
—Tiene dos años, ella quiso contárselo, pero es analfabeta y sus cartas eran leídas y escritas por uno de mis más fieles criados. Lo que le propongo es que usted le dé la libertad a Ángela y viva con ella y el pequeño como un igual. Usted es un republicano sin revolución, un porteño blanco que estudió derecho en Charcas. ¿Se animará a vivir de acuerdo a los ideales que dice tener? Usted, un porteño de buena familia, ¿vivirá con una mulata y su hijo a plena luz del día? Las verdaderas revoluciones no las hacen los políticos, ni los Voltaire, ni los Rosseau; las utopías las construyen los hombres de a pie como usted. Si usted está dispuesto yo puedo hacer los arreglos necesarios para que partan en el primer barco a Chile, Montevideo, Londres o a donde a usted le parezca. Me gustaría que fueran a Londres. Después de todo el niño lleva también sangre inglesa.

En el pueblo de Dolores, provincia de Buenos Aires, el día domingo 4 de junio del año 1822, fueron bautizados en la capilla de Nuestra Señora de los Milagros, Segundo Pedro Iyarzún y Manuel José Iyarzún, hijos naturales de don Manuel Ignacio Iyarzún, nacido en Buenos Aires el 15 de febrero de 1791, de profesión abogado y de doña Ángela del Corazón de Jesús Alzaga, mulata liberta, bautizada en la capilla de San Pedro Telmo, Buenos Aires, el 17 de marzo de 1792. Ambos declaran que el menor de los niños nació en la estancia “El Estero”, propiedad de William Jones, el 12 de mayo de 1821 y el mayor de ellos nació en Buenos Aires, el 18 de noviembre de 1817. Se extiende la presente acta de bautismo válida para todas las actividades civiles y eclesiásticas.

Texto agregado el 23-10-2012, y leído por 198 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
31-10-2012 ¿es parte de una novela?... me da esa impresión. un abrazo!!!! 5 aullidos históricos yar
24-10-2012 Una prosa clara y un buen manejo de los diálogos. Lo que no me agradó fue el apéndice al final. Saludos. Gatocteles
24-10-2012 Un cuento con visos históricos en el que sorprende que un traficante de armas, al parecer un hombre sin escrúpulos, ofrece lo requerido por una promesa de libertad y contra la discriminación racial, que en la época que narras era altamente cuestionado. 5* pitrimitri
23-10-2012 Muy interesante esta narración con sus historias y costumbres.Muy bien escrita. Me gustó elpinero
 
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