Abrí los ojos, la claridad entró por mis retinas como un fogonazo y me obligó a cerrarlos de nuevo. Parpadeé varias veces hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz, y fui vislumbrando mi alrededor. Estaba tumbado boca abajo, con medio cuerpo semienterrado en un charco de agua. Mi camisa estaba empapada y hecha jirones, el estado de mis pantalones era deplorable, que estaban rasgados y sucios, y estaba descalzo.
Me levanté y perdí instantáneamente el equilibrio. Tenía los tobillos atados con una extraña y fina cuerda de color verdoso que me los atenazaba con fuerza. Busqué el nudo de la cuerda y, para mi asombro, descubrí que no tenía. Miré a mi alrededor para intentar encontrar algo con lo que poder cortarla y un poco más allá, junto a unas cajas de cartón, descubrí unos cristales rotos en el suelo. Me arrastré hasta ellos y corté la cuerda para liberarme de aquel dolor apresador.
Me puse en pie y examiné la zona. Estaba en medio de un callejón mugriento, con basura y desechos por todas las esquinas. En el hueco que había entre dos contenedores, que parecía hacer las veces de picadero, había un vagabundo tapado discretamente con cartones.
Estaba desconcertado y tenía la cabeza aturdida. No podía evitar preguntarme qué demonios hacía allí y como había llegado a esa situación, ni siquiera sabía en dónde me encontraba. En ese momento, aquel callejón resultaba ser todo mi mundo.
Comencé a caminar hacia la salida del callejón, aturdido y extraviado, cuando de repente una voz resonó detrás de mí.
– ¡Oye, tú! ¿A dónde crees que vas?
Me di la vuelta, consternado, y vi a un hombre encapuchado que se acercaba hacia mí con apremio.
– Dame tu cartera ahora mismo –dijo mientras se quitaba la capucha y sacaba de uno de sus bolsillos una Opinel del nº8. Descubrí que no era más que un crío que no tendría más de dieciséis o diecisiete años.
Estaba tan aturdido que no dije nada. Me quedé mirándole, intentando organizar mis ideas, pero no encontraba nada en mi mente. Ni siquiera sentía miedo por tener esa navaja a tan sólo diez centímetros de mí.
– ¿No me has oído, tío? Que me des tu cartera o te abro en canal aquí mismo. No estoy para tonterías.
– Yo… –balbuceé sin saber qué decir.
– Tú, ¿qué?, gilipollas–. El chico comenzó a registrarme los bolsillos con violencia y me colocó la punta del arma en el cuello.
Instintivamente, agarré su muñeca para evitar que me degollase como a un pollo. El cuerpo del muchacho se puso tieso de repente y de mi mano emanó un pequeño resplandor. Los ojos del muchacho se pusieron blancos, y a continuación grises. Su boca se volvió gris. Su pelo. Su cabeza. Todo su cuerpo.
Solté su muñeca, asustado, y me alejé dos pasos hacia atrás, anonadado y aún más aturdido que antes. Me quedé quieto, intentando entender qué ocurría, mirando aquella estatua gris que posaba delante de mí.
Me acerqué, tembloroso, y alcé la mano para tocar al chico. Cuando mis dedos entraron en contacto con su piel, noté un tacto parecido al de la ceniza. El rostro del muchacho comenzó a desprenderse de sí mismo y se desvaneció arrastrado por la corriente del callejón, seguido por el resto de su figura, que voló hasta desaparecer en la nada.
Asustado, eché a correr hacia la salida del callejón sin encontrar respuesta alguna para lo que acababa de suceder. La calle estaba abarrotada de gente que iba y venía, y me observaban con descarada repugnancia en sus ojos, respaldada por mi cochambrosa indumentaria.
No reconocía las calles, no sabía dónde me encontraba ni a dónde podía ir. Comencé a caminar sin saber a dónde me dirigía, con todas aquellas miradas clavándose en mí como puñales. Mis pasos empezaron a ser pesados de repente y un chirrido atenazó mi cabeza. Cada vez sonaba más y más fuerte. Mi mente entró en un extraño trance y caí al suelo de rodillas en medio de la calle. Sólo recuerdo el chocar de mi cabeza contra el suelo. Después, oscuridad nada más.
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