Ramón, era su nombre, aunque muchas chiquillas enamoradas de él dirían que aquel nombre no le sentaba. Tenía un perfil respingado, cabellos ensortijados color azabache y la sonrisa esplendorosa. Cuando el adolescente de 14 años se ponía la chamarra y sujetaba el cigarro apagado con los labios, en una postura a lo James Dean, causaba furor. Flacas, exuberantes, rubias, morenas, muchachas, mayorcitas, todas las chicas del barrio rendidas a su encanto. Con el carisma y la alegría que irradiaba las tenía llamando a la puerta de su casa todo el tiempo y; por supuesto, el muchachito aprovechaba su suerte de buena manera.
Cuando joven su ángel no lo abandonó, con la facha mejorada por el pasar del tiempo, parecía uno de esos galanes de telenovela. Desplegó, además, su faceta de cantante, la cual supo llevar muy bien, gracias a una voz suave y entonada, en una orquesta local bastante popular debido casi exclusivamente a él. Llevó, en aquel tiempo, una vida sin apuros de ningún tipo, porque muchas mujeres le daban mil obsequios y le pagaban sus caprichos; aunque le hacían la vida fácil no me atrevería a llamarlo gigoló, él tenía mucha clase para ser considerado aquello. Las noches de juerga, colmadas de tragos y música, que terminaban al amanecer en cualquier cuarto con dos mujeres en la cama eran comunes para él.
Ella, pequeña, gorda y fea, siempre estuvo enamorada de él, aunque éste no le hiciera caso. Esta mujer es la única que está al lado de ese ser rechoncho, que tiene enormes ojeras y la voz desagradablemente ronca debido a las numerosas trasnochadas. Eso sí, mantiene intacta la sonrisa perfecta que ilumina todo, la cual brinda, cada vez, que alguno de sus tres pequeños hijos hace una gracia. Ahora no podrán decir que el nombre no le sienta bien
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