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Ya todos se habían ido del antiguo edificio de oficinas, solo quedaba él, un antiguo funcionario de planta afectado por un profundo cuadro depresivo, y su jefe, al que podía ver desde el fondo del privado. Aquella tarde-noche se había quedado allí para saldar cuentas con el caballero. Tenía noticias sobre la solicitud que el infeliz había formulado a la gerencia de recursos humanos con la intención de deshacerse de él; y lo había logrado. Desde hacía tres horas que estaba despedido, ido, cancelado, apartado indignamente de su antiguo laburo. Sobre su separación nadie dijo nada, ni los compadres, ni la secretaria a quien tanto estimaba. La gente del sindicato como siempre se hizo la tonta, bastaron apenas unos gritos del dueño de la fábrica para recordarles la precariedad de sus puestos, apenas un arqueo de cejas para que sin demora estallaran en tiritones y agacharan las cabezas como una leva de perros quiltros, temerosos, como solía suceder siempre, como al él mismo ya le había pasado otras veces cuando alguien era echado con viento fresco de la empresa. Los hijos, siempre todos terminaban escudándose en los hijos.
Sobre el escritorio las cajas amontonadas como legos de cartón albergaban las pertenencias acumuladas por años. Cosas que jamás salieron de esas cuatro paredes ahora aparecían para su embalaje; los recuerdos acumulados por años desfilaron frente a sus narices. La nostalgia mezclada con la rabia invadió sus sentidos cuando cerró el sistema de su computador por última vez. No sabía que diría en casa a su regreso, se sentía humillado y al frente suyo tenía al causante. Por eso como enloquecido y con los ojos inyectados de sangre corrió hasta el mueble de biblioteca y de uno de sus cajones sacó al gato que le había sustraído al conserje del lugar. Sin demora lo agarró del pescuezo y lo metió en el maletín. Al salir de la oficina y antes de cerrar la puerta del recinto para siempre vació sobre el animal una botella llena de parafina. El pobre gato pataleó, se contorneó y se sacudió empapado por el líquido inflamable.
Antes de encender a misifús como un chonchón y lanzarlo a lo más profundo del edificio en medio de los ahogados maúllos y frenéticos saltos y corridas, profirió maldiciones al patrón y bendiciones para el pobre animalito.
Más tarde sentado en el microbús que lo llevaba de regreso a casa alcanzó a percatarse del desfile de carros bombas que comenzaron a circular con escándalo en sentido contrario. Decidió que desde ese día dejaría el cigarro para siempre, por una cosa de escrúpulos. Nunca más en su vida haría el mismo recorrido.
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Texto agregado el 05-08-2004, y leído por 743
visitantes. (8 votos)
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Lectores Opinan |
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06-08-2004 |
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que bakan, me hiciste recordar las dos noticias mas trágicas de estos dias, pero lo bueno es que las mezclaste, y ¿quien sabe si fue el gato el causal de tamaño incendio en ese supermercado, o un "gatillo" que extermino a cuatro vidas?, en el fondo la caga quedo igual. Buenisimo. Besos y Bezotes danielologa |
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05-08-2004 |
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me encantó su escrito, felino y sagaz, bien por gatos! danielnavarro |
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05-08-2004 |
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Yo sí creo que el gato era culpable, ¡detesto a los gatos! buen cuento, divertido, impulsivo y sicótico. musquy |
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05-08-2004 |
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Coincido con AleydaAime en su comentario.
Chido cao, chido tu cuento...
Miaaaaaaaaaaaaaaau!!!!! santacannabis |
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05-08-2004 |
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jajajaja, es muy bueno, pero falta sinestecia, los ecenarios no tienen calor ni frio, ni nada. luan |
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