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“ El Universo es inconcebible, por la suficiente y clara razón de que explicar un hecho es referido a otro más general y de que ese proceso no tiene fin o nos conduce a una verdad ya tan general que no podemos referirla a otra alguna; es decir, explicarla(…)” Herbert Spencer.

Me quedé sentado en un rincón como cualquier visitante de los internados sin darme a conocer. El doctor de guardia llamó a los familiares y con gestos ostensibles les propuso que se retiraran a descansar. No tenía sentido esa vigilia…pude oír. Antes que ellos pasaran delante mío me retiré con un sentimiento de culpa. Ella sabía que estaba ahí. Pero un impulso más fuerte, cercano al buen criterio impulsó mis piernas.
Me acosté fastidiado.
Leí hasta la extenuación parte de una historia larga, plagada de perversiones y venganzas incontroladas. Asuntos escarpados. El autor late en ese libro a través de sus propias venas y dos por tres se desangra. El estilo narrativo abunda en situaciones agrestes; interpela obsesivamente la sique del lector hendiendo en sus recovecos con instinto predatorios. Al cabo, un mundo acechante se desenrosca silenciosamente como una culebra. Finalmente muerde con inocencia y se disculpa discretamente con artilugios evasivos, como aquél que sin nada que decir en Facebook, etiqueta un gato.
Con olfato de roedor y muñeca de artífice disecciona meticulosamente los límites del yo. El lector husmea algo pero se deja llevar.
Es un réprobo, lo presiente y lo seduc el mal. La asfixia de un móvil indefinido mueve sus conjeturas y con impiedad de carnicero se lanza contra las defensas de la sedición pasional. A cierta altura de la lectura no hay marcha atrás y el indolente acaba reducido al implacable lengüetazo de un sapo.
Como quien se interna en Rulfo, no son visibles inutilidades ni fragmentos dispersos. El autor es Dios, o más bien dicho: El que cualquier circunstancia vulgar en él se ha forjado. Y con él se irá para volver, como vuelve cualquier Dios.
Leí por ahí que el escritor de marras nació en un pesebre perdido entre las oquedades del monte Roman-Kosch; padeció innecesariamente la disciplina sofocante de cierta Universidad ucraniana, perdiéndose finalmente en la noche hostil de su pueblo para describir como pocos, con un estilo despojado y tímidamente vanidoso, el lance vital del mono superior que la Tierra engendró azarosamente.
Normalmente lo leo por algo más de dos horas y de exprofeso, a la primer intriga que el tipo me plantea, dejo por ahí y la confronto con mis presunciones al día siguiente. Realmente fascinante.
Esta vez me sorprendió la inalterable luz del alba.
Horas antes habías cumplido tres años, dos meses y ocho días.
Dejé el libro y te pensé entresueños, con tus collares absurdos y aquel perfume de hembra que me pulverizaba.
“Disculpe que lo llame a esta hora impropia joven…pero ella me dio este número y me pidió que le avisara que lo quería ver. Yo soy el padre y me parece que…”
Cuando tomaste mi mano y la llevaste trémulamente a la boca seca no comprendí todo lo que perdía. Supongo que ese pensamiento te llegó claramente porque me miraste como absolviéndome de algo. También con ese gesto final se me puso que me pedías perdón. Lo descarté por descabellado.
“Por favor…esperen en el pasillo, tengan la bondad.” Un par de enfermeras y un tipo de cara severa y saco blanco irrumpieron en la sala.
Tomé al padre de un hombro y salimos sin llorar. Algunas compañeras tuyas del Instituto estaban en el pasillo con los pañuelos. Me saludaron por compromiso. Ninguna me conocía.
Fumé en el hall del velatorio como un condenado que aguarda el amanecer que traerá consigo el jeringazo de la sentencia, o la capucha que ha de desaparecerlo. No sentía cansancio, ni pena ni nada, pero advertía en el pulso de mis sienes que algo se estaba desintegrando. Sólo quería fumar y que el tiempo no pasara.
Una funcionaria desalineada le pasaba el trapo a los pisos. Putee estúpidamente. La mujer, inmutable, hizo como que no había oído nada.
Inmediatamente me di cuenta del gozo expresado roncamente en la palabrota. El que proporciona la certeza de que se ha vivido la ternura amorosa sin dibujitos animados ni tortas de cumpleaños. El amor sin preguntas ni respuestas. Ansiedad, caricias, arañazos y luego…mirarse y nada más.
Un veterano de pelambre blanca y rizada, se me acercó. Me preguntó si la conocía, disculpándose por la curiosidad. “No, no es nada. Conocerla, conocerla… lo que se dice conocerla…no. Ella era parte de mí, no sé si la más importante. Pero no la conocía como desconozco el funcionamiento de mi corazón en este momento, o algún hemisferio de mi cerebro. No sé si me entiende…”
“Creo que lo entiendo… un poco”
“Tampoco sabría decirle si la amaba, o ella a mí. Parece una locura pero…fue así: Dos en uno, éramos. ¿Se da cuenta?”
“Me doy, me doy”, dijo mirándome a los ojos como si imprevistamente la opaca existencia le hubiese expuesto una revelación de cuya existencia sospechaba.
“Yo fui su vecino; vivo en la casa lindera de la finadita. Era como una hija para nosotros. Nunca me habló de un chico o un amor aunque no hace mucho, cuando empezaron los mareos, me dijo: Tengo un secreto don Pablo. Si me pongo bien sólo a usted se lo voy a confiar. Sólo a usted.


LUIS ALBERTO GONTADE
Octubre de 2002
Derechos reservados.

Texto agregado el 18-10-2012, y leído por 69 visitantes. (0 votos)


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