CASI UNA EXPERIENCIA
Esa fría mañana del miércoles, descendí del Metropolitano en la estación central. Tenía el propósito de ir hasta la Av. Bolivia, a pocas cuadras de allí, en el centro de Lima,
Dejando el andén de llegada, salí al pasadizo central y sin mayor apuro me dirigí hacia el extremo norte del mismo, observando, pensando y preguntándome del por qué, el final de ese pasadizo eran unas escaleras para bajar unos dos metros y después por otras escaleras, subir unos otros veinte para llegar hasta el nivel de la calle. Como decía un amigo, que teniala como su frase favorita ante cualquier interrogación sin respuesta lógica, me dije, en voz alta, para mi mismo: “Son cosas del Orinoco, que tú no sabes, ni yo tampoco”.
Pero ¡Oh maravilla! Los ingenieros (por lo de ingenio) habían dispuesto un ascensor para salvar esos dos metros para las personas discapacitadas, mujeres embarazas, y/o personas de la tercera edad. De ese nivel… dos metros más bajo que el pasadizo central, también hay otro ascensor para poder llegar hasta al nivel de la calle (¿?)
Mientras se sigue discutiendo a partir de cuando es la tercera edad, que hay quienes dicen que es a partir de los cincuenta, otros aseguran que desde los sesenta y al final parece que es según las circunstancias y los intereses (si se indaga por la edad, nadie es de la tercera edad, pero cuando se está en el Banco, hasta los de 40 años, si están un poco ajados, reclaman el derecho de usar las ventanillas de atención preferencial), con mi rebasado medio siglo a cuestas, decidí montarme en el primer referido ascensor.
Presioné el botón de llamada y la puerta se abrió de inmediato. Ingresé.
Al no ver cerca a nadie con el propósito de abordar el ascensor, cerré la puerta y presione el botón al piso 2… No me extrañó mucho que no se encendiera la luz de ese botón, como si estaba encendido el del piso1. Me distraje al momento al ver que también había un botón al piso 3, entonces lo presione, pensado ir mejor directamente hasta el nivel de la calle. Tampoco se encendió ese botón y recién presté atención a si el elevador se movía o no… me pareció que no.
Agudicé mi atención mientras observaba en completo silencio y con mis seis sentidos en suma atención (en tal situación, hasta la clarividencia estaba por usar) los tres botones sin encender, a la vez que mis ojos orbitaban tratando de ver en las paredes algo que me indicara “algo”… pero nada.
El silencio era sepulcral… hummm, pensé rápidamente que era mala palabra para esos momento en que un lejano temor se acercaba a gran velocidad. No estaba nervioso pero tampoco tranquilo. Extendí la mira a toda la pared buscado, por si se diera el caso, un botón de emergencia en algún otro lugar, pero los únicos tres botones, con el 1, el 2 y el 3, me devolvían la mirada algo desconcertados, que no había más botones en ese pequeño panel. Giré sobre mi mismo, quizá, pensé, han puesto algún otro botón de (no quería ni pensar en la palabra “emergencia”) en la pared a mi espalda. Pero nada, nada interrumpía la plana y pulida pared de ese lado, mucho menos un botón de… de… Miré hacia el techo, quien sabe… lo hubieran puesto en el techo, pero tampoco, nada.
Me pasé la mano, partiendo desde la boca, separando el índice y el pulgar, derechos desde el centro de la zona del bigote, bordeándolo y bajándolos acicalando la supuesta barba, cayendo en perita hasta la barbilla. En nada me ayudo el gesto, salvo mal reflejar, en la pulida pared del ascensor, una distorsionada y preocupada imagen.
Toqué tímidamente, con la punta de un dedo, la unión de las puertas, con la oculta intensión de saber de su consistencia. ¡Hummm! Difícil de separar para abrirlas, además… ¿y si estaba el elevador entre dos pisos? ¡No! nada de eso podía suceder, el ascensor no se había movido o ¿eso me parecía? Miré mis uñas, como siempre estaban recortadas y no podrían ni arañar esas bruñidas paredes.
En un determinado momento me descubrí hablando conmigo mismo. No habiendo nadie más con quien tratar de encontrar otra solución que no sea ponerme a clamar a grito abierto por ayuda, no era raro que lo hiciera. Además uno muchas veces habla solo y, como decía un mí tío: “que uno hable solo es normal, lo que no es normal es que uno pelee consigo mismo.
Volví a mirar los tres solitarios botones, y nuevamente afloró mi desazón; Recordé mi celular y lo extraje del bolsillo delantero izquierdo de mi jean, pero, a más de veinte metros bajo la calle, dentro de un ascensor cerrado, un equipo algo viejo (conservado más por nostalgia), era difícil que tuviera conexión… sentí que la preocupación me azoraba. Recordé que lo mejor para calmarse es regular la respiración: empecé a respirar y exhalar profundamente en repetidas veces hasta que recordé que en un ascensor no hay demasiado oxigeno y que respirando en esa forma, inhalando oxigeno y exhalando dióxido de carbono, arruinaría pronto ese escaso oxigeno. Por otro lado, me estaba hiperventilando, lo que llevaría a que se me presenten bajos niveles de ese dióxido de carbono en mi sangre. Agradecí estar solo, sin nadie más consumiendo mi escaso y necesario oxigeno.
Pensé en empezar a gritar, no lo niego, pero recomponiendo mi cordura preferí agotar otros elementos de ayuda primero.
En alguna parte había leído que hay que evitar que el quedarse encerrado en un ascensor se transforme en una experiencia traumática que genere miedo o ansiedad y más bien hacer que la situación sea solo una anécdota. ¡Si, si! fácil es decir eso, y muchas cosas más, mientras uno está en la seguridad del lado de afuera del elevador, como el no llegar a la desesperación, manteniendo la calma para no entrar en un estado de pánico, que no contribuiría en nada para solucionar la situación. ¿Así? ¿Y quedándome quieto y callado contribuiría a que me rescaten?
La recomendación de volver a pulsar el botón del piso de destino no había servido; tampoco el oprimir el del piso de origen había recibido ninguna respuesta. Ni pensar en el botón de emergencia o de alarma, que no había logrado encontrar, para advertir a nadie de mi emergencia. Recurrir al celular también había sido un vano intento de revertir la situación en que me encontraba.
Traté de volverme a relajar pero el tiempo que estaba pasando hacía que vaya en contra de la recomendación de no moverme excesivamente para no sentir que mis movimientos estaban restringidos, y ni pensar en cerrar los ojos para distender todas las partes de mi cuerpo. Ya quería saber yo quien y en que momento se atribuyó la sapiencia del caso para emitir estos consejos.
Ya había intentado controlar mi respiración y había prestado concentrada atención a la forma en que inhalaba y exhalaba y para nada me había tranquilizado, y si me había dejado el temor de que no hubiera mucho oxigeno en el pequeño recinto.
Puedo jurar que intente con toda mi energía, deshacerme de los malos pensamientos y por más que no quería, solo escuchaba voces alteradas y sirenas y gente tratando de abrir las puertas con grandes cizallas y otras máquinas mecánicas, por lo que no encontré ningún modo alternativo de pensar en lo que ocurría y no me generó ideas ni soluciones.
En cuanto a intentar salir por mis propios medios, “naca la pirinaca”… Sólo me quedaba esperar por la ayuda de un especialista… ¿pero cuando?
Nuevamente me felicitaba de no encontrarme con nadie más encerrado, así no tenía que estar pendiente de la otra personas, sea porque consumiría mi oxigeno o para evitar sumar angustias. Solo no podía ni relatar experiencias traumáticas o sugerir consecuencias terribles, pero bien que las pensaba. De todas maneras era mejor y así podía ocuparme en mantener mi propia calma sin distraerme en tener que ayudar a nadie más.
Una vez más presioné los botones y... ¡¡¡Ohhh, maravillas!!! Se abrió la puerta.
Casi sin dejarme salir, entro una persona con un pequeño coche lleno de cajas.
A las puertas del ascensor me di cuenta que estaba, seguía o había vuelto al primer piso. Miré mi reloj y constaté “dubitativamente” que apenas habían pasado menos de dos minutos desde el momento en que había ingresado.
Para evitar más situaciones extrañas y decidí bajar esos dos metros… por la escalera y, paso a paso, me encaminé hacía ella, pensando que felizmente, por suerte, no era claustrofóbico.
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