La anciana caminaba en puntillas durante todo el día y escuchaba las noticias con su oreja pegada a la radio. Solía levantarse con el alba y todos sus menesteres los realizaba silenciando hasta sus pensamientos, si ello fuese posible. Su propósito era no causarles molestia alguna a sus vecinos, y evitar a toda costa ruidos impertinentes que pudieran sobresaltar sus quehaceres. Cuando recibía las esporádicas visitas de sus hijas, les inculcaba el silencio en todos sus movimientos, aduciendo que el buen vivir comienza con el respeto hacia los demás. Ellas, movían la cabeza, en señal de muda desaprobación y trataban de ser lo más alígeras posible para evitar regaños que las incomodarían.

Por las noches, la anciana evitaba dormir de espaldas, ya que sabía que aquello ocasionaba ronquidos. -Un ruido de dicha especie se transforma en una tronadura en la quietud nocturna- se decía y rogaba a Dios que le permitiese dormir en el mayor de los silencios.

Y al despertarse, se aterrorizaba al pensar que algún efluvio suyo pudiera haber marcado su presencia de manera rotunda. De modo que, resolvía siempre cocinar alimentos que no complicaran su sistema digestivo.

El día en que la viejita falleció, sin dolor y simplemente dejando de respirar durante el sueño, sus vecinos lamentaron su partida, pero, por otra parte, suspiraron aliviados.

-Al fin dejaremos de andar en puntillas para no molestar a la pobre ancianita- convinieron todos…