Esta mañana caminaba por las calles de una ciudad cualquiera. El sol caía lejano, pero insistente sobre las cabezas de la humanidad. Miras para acá. Para allá. Hay una generación de seres vestidos de traje y corbata, que siempre caminan deprisa con esa expresión de pseudoprepotencia entre los ojos. Ellos no miran para acá y para allá, siempre miran desde arriba, y hacia allí. Su paso es tremendamente deciso, firme, fuerte. Como la seda de sus corbatas o la gomina en que se encharcan el poco pelo que suelen tener. Apestan a colonia cara, y hay un aura de decisión que les rodea, como de seguridad en sí mismos. Son estos los nuevos triunfadores, dedicados al negocio de vender cualquier cosa, empezando por su imagen, su dignidad, quizá también su alma. Vende aqui, vende allá, comisión de aqui, comisión de allá. Ponte la corbata que más personalidad refleje, camina deciso como si a cada paso el mundo entero fuera a temblar bajo tus pies. La siguiente imagen que vi esta mañana parecía un cuadro grotesco pintado en acuarelas de realidad; una mujer viejísima con el pelo cano y sucio, enredado tras los meses, quien sabe si tras los años que pasaron desde que un peine intentó domárselo. Ni tan sólo miraba al frente, estaba sentada en un portal, con la cabeza agachada y unos trapos negros cubriéndole el cuerpo. Las partes de su piel que esos trapos no cubrían y quedaban a la vista estaban ennegrecidas de la roña, piel vieja y sucia. Un olor agrio emanaba hasta unos metros más allá de donde estaba, y por desgana, ni siquiera estaba mendigando para pedir dinero.
¿Hacia dónde vamos? -¿Hacia dónde iba yo esta mañana? -Se me olvidó, se me ha olvidado. Se me ha olvidado todo, todas las mentiras de esta puta ciudad. Toda esta hipocresía. Toda esta imagen de bienestar. Observando, mirando, sólo recuerdo que las cosas importantes no se olvidan. |