Subo a lo alto de la pared y coloco las fotos cerca del techo. Nada saldrá de su santo lugar esta noche. Fotografías que clavo con desdén, cerca del bombillo. Las próximas mujeres entran al cuarto, se desvisten, tacones regados. Después aparecen silencios que elimino cuando monto la cámara sobre el trípode, enfoco la lente y doy instrucciones. Levanto sus mejillas y les señalo la luz roja. Caen dos gotas de sudor entre los pechos. Sobre sus hombros pongo mi mano, les doy confianza y las hundo en el colchón. Dejan caer la cara sobre la almohada, las manos agarran mecánicamente las barandas. Soy de una posición efímera y actúo. Ellas, de espaldas, profieren gritos, se agitan. Arqueo mi espalda, avanzo con menos lujuria que apuro. Siento que el zumbido de la cámara provoca un raro efecto sobre mí. Todo rápidamente va acabando en leves gemidos con final abrupto. Nada. Vaciado arrojo mi carga al suelo, envolturas impregnadas de semen. Se acumulan en este despacho y en la mañana las levanto del suelo como reptiles mansos. El mosaico en la pared revela historias nuevas y rentables hasta final de mes.