Eran la envidia del lugar. Sofisticadamente bellas, majestuosas como las caras de las monedas, altas y esbeltas como espigas de dieciocho quilates.
Parecían dos princesas de cristal, en su mirada se reflejaba el cielo, su joven sonrisa brillaba más que la del sol y todo el mundo suspiraba cuando las contemplaba.
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Aquella despejada mañana de finales de verano se dirigían, como cada jornada, a recolectar la miel que las aguardaba en las colmenas de su propiedad. Bordeaban el río sosteniendo sendas bolsas con los aperos necesarios para la recolecta de miel. Les tocaba el turno a los panales de las nuevas abejas, las traídas de oriente, que aunque producían la miel más dulce y perfumada se mostraban en extremo violentas al sentirse molestadas. Ya lo habían comprobado la primera vez: se lanzaban como proyectiles contra sus trajes de protección, con una fijación nunca antes vista en todos los años que llevaban en el oficio de la miel.
Pero poco podían prever las dos hermanas que aquellas abejas, organizadas con disciplina militar, no estaban dispuestas a que se les expoliase el fruto de su trabajo tan fácilmente. Cumpliendo las órdenes de la reina del enjambre y fanatizadas por los zánganos de la colmena, dos de ellas vigilaban los alrededores emboscadas en el camino a la espera de las dos hermanas a las que todas consideraban ladronas.
Fue avistarlas, y una de las abejas se lanzó contra la primera hermana, la que habría el paso a escasa distancia de la otra.
La abeja se desplomó muerta tras clavarle en su frente su aguijón rebosante de veneno mortal. La hermana noto el impacto y el pinchazo de un alfiler, pero ni siquiera tuvo tiempo de llevarse la mano a la herida en un acto reflejo. Al instante, sus músculos se tensaron y paralizaron, y noto el inmediato fluir de un río de fuego por sus venas.
Como buenas gemelas, la otra hermana sintió un cálido, pero en extremo desagradable, hormigueo recorriéndola de los pies a la cabeza. Alcanzó la altura de su hermana, y sin tiempo de recuperarse de la sorpresa y darse cuenta de que algo le había sucedido a su gemela, notó la explosión de la otra abeja en la parte superior de su escote.
Si su inconsciente, como un relámpago, ya la había alertado del dolor de su propia carne encarnada en su mitad gemela, ahora tuvo la desgracia de sufrirlo en la mitad que le tocaba dar vida.
Completada con extrema rapidez la parálisis completa, de pie, enajenada de la capacidad de movimiento, presa de un terrible dolor y consumida por el fuego en forma de veneno, el tormento de saber que su hermana soportaba un calvario similar superaba cualquiera de sus propios sufrimientos.
Inmunizadas contra cualquier aguijonazo, tras años de sufrirlos, y conocedoras del género que manejaban, las dos sabían que aquellas picaduras eran mortales de necesidad. Roídas en sus carnes, y desolladas en sus almas, de sus ojos brotaron cascadas de lágrimas que al despeñarse reproducían el sonido hueco de la muerte al estrellarse contra el terreno que rodeaba sus pies.
Se sabían en los últimos momentos de sus vidas pero, rígidas como dos estacas clavadas en la tierra, ni podían girar sus rostros deformados por el dolor para mirarse por última vez y despedirse.
Tan sólo les quedaba rezar para que se acortase aquel padecimiento.
Tras licuarse sus vísceras y estallar sus venas, deshidratadas por tanta lágrima vertida, la segunda gemela –quizá por sufrir la picadura más mortal- se derrumbó fulminada a media mañana. El cuerpo sin vida de su hermana lo hizo poco después. Ese fue su terrible final.
La mañana, espantada por la tragedia, huyó despavorida; y la tarde, obligada por las leyes del universo, ocupó su lugar llorando sus cuerpos sin vida. Lloró la noche sus cadáveres al velarlas, y la mañana se despertó sollozando.
Lloró amargamente toda su familia, y sus amigos y vecinos, y todo aquel que las conoció o había oído hablar de ellas. Lloraría la historia regueros de tinta mezclada con sangre e infamia, en nichos de papel a los que jamás cubríría la losa del punto final.
Mientras, en el enjambre, las abejas asesinas celebraban su triunfo zumbando las alas y dibujando piruetas en el cielo a sabiendas de que nunca más les sería robado el fruto de su trabajo. ¡Qué equivocadas estaban! Ignorantes de las consecuencias que tendrían sus actos para la posterioridad.
Como el nefando preludio de lo que se avecinaría para siempre, todo aquel paraje se cubrió de una niebla densa, sucia y envilecida, de olor acre, que aumentaba su pestilencia al pasar los días
Y con aquel veneno flotando, ya nada volvería a ser igual en aquella colonia de abejas. Ni en ninguna otra. Ya nada volvería a ser igual en aquel lugar y sus alrededores, ni en ninguno otro bajo el cielo o sobre la tierra. Ya nada volvería a ser igual en el mundo entero.
Era el 11 de septiembre de 2001. El lugar: Nueva York.
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