Ya todos se habían marchado y Joaquín no lograba entender por qué la bebida mágica no había logrado en él los efectos de los que tanto había escuchado hablar y que ansiaba experimentar con el fin de dar algún rumbo a su estancada existencia. Ya había intentado otras aproximaciones a esa esquiva realidad espiritual a través de religiones tradicionales y corrientes esotéricas de la nueva era, pero en ninguna de ellas lograba acallar la insistente lógica y practicidad con que su mente siempre parecía contradecir cualquier atisbo de revelación o experiencia mística. En sus oídos resonaban las palabras de la abuela Anita que le decía "Eso para que busca tanto por fuera lo que tiene adentro?", pero, adentro, ¿dónde? ¿Cómo podían las personas marchar resignadamente hacia una muerte segura sin lograr comprender al menos superficialmente el sentido de una vida tan llena de sufrimientos y vacíos? Él la veía ahi batiendo la chicha en el garrafón rojo de tapa negra que algún día fue recipiente de gasolina para la máquina de cortar el pasto, tan inocente de la "realidad" del mundo que se extendía a unos cuantos kilómetros de su granjita y que en su acelerada marcha había olvidado llevarse con sigo ese rincón del territorio, dejando la vereda anclada en un tiempo de esos sin tiempo, que igual podría ser principios del siglo XVIII o finales del siglo XX. De pronto los ladridos del cachorro negro del taita, lo trajeron de nuevo al presente, la tibia brisa acariciaba su rostro que miraba hacia el cielo estrellado y sin luna que esa noche atestiguaba su infructuoso esfuerzo por conocer los misterios del más allá a través de la misteriosa pócima que los indígenas llamaban Yagé y que otros nombraban como Ayahuasca, la soga del muerto.
Esa mañana sólo el silencio lo acompañaba de regreso a la ciudad donde había vivido 27 de sus 30 años y no podía evitar envidiar sentir el sentimiento de fracaso no solo por no haber logrado conocer las tan mentadas experiencias sobrenaturales del Yagé, sino también por la vacuidad que sentía en casi todos los aspectos de su vida: trabajar de lunes a sábado frente a un computador sin conocer siquiera a quien se sentaba a su lado, la frustración de no haber podido ver crecer a su hijo quien ya tendría 10 años y 8 de vivir en otro país, amén del hastío de relaciones amorosas conflictivas y superficiales. De nuevo regresó a su memoria la abuela Ana y se transportó a la vieja casa de bahareque cuando siendo un niño y sentado a los pies de la abuela mientras ella desgranaba con habilidad las mazorcas que más tarde se convertirían en la harina de maíz para hacer el pan, le preguntó:
- Abuelita, por que tú nunca me lees cuentos como la abuela de mi amigo Gabriel?
- Mijito porque no sé leer
- Y por qué no sabes? Yo ya se leer y también escribo, sé multiplicar y dividir y muchas cosas más que he aprendido en los libros de la escuela.
- Has aprendido muchas cosas, y para qué te sirven?
- Pues para poder pasar al colegio, ser un bachiller algún día y cuando grande poder tener un trabajo como mi papá
- Entonces debe ser que no aprendí porque como no conocí a mi papá y entonces no tengo a quien imitar.
- Pero entonces toda la vida has estado en la cocina y haciendo cosas de la casa? No hubieras querido hacer más cosas?
- No, ustedes en la ciudad piensan que para ser feliz hay que hacer muchas cosas y yo creo que cuando se hacen tantas cosas es porque todavía no han encontrado una sola que los haga felices. Mire mijo, si algún día se cansa de hacer todas esas cosas que le dicen que haga porque ve que no es feliz, síentese en un palo como este y empiece a desgranar una mazorca, pero de granito en granito...
Y una vez más tuvo que volver Joaquín de su cavilación pero esta vez por un evento totalmente inesperado: un camión que venía en el sentido contrario de la carretera había invadido el carril del bus en el que viajaba y éste, para evitar el impacto frontal hizo una brusca maniobra que lo lanzó con fuerza sobre la débil baranda metálica que servía como pobre contención de los vehículos que pudieran descarrilarse de la vía. El rechinar de las llantas, los gritos y el estruendo de los pitos aumentó la confusión de maletas cayendo sobre el regazo de los aterrorizados pasajeros, que sentían como el vehículo se inclinaba peligrosamente sobre su costado y se dirigía inexorablemente hacia el precipicio.
Instantes después el tiempo pareció detenerse y los sonidos desaparecer mientras el vehículo se estrellaba aparatosamente una y otra vez con la ladera de la montaña y miles de imágenes pasaban por los ojos y la mente de Joaquín. Luego vino un golpe seco en la parte posterior de su cabeza y finalmente el silencio absoluto, todo se puso en negro.
Llanto, gemidos y lamentos. Joaquín hizo acopio de fuerza para abrir sus ojos y solo pudo ver un amasijo de cuerpos ensangrentados entre los cuales uno podía ver con alguna claridad: era un hombre de unos 50 años, con atuendo campesino, como el que usaban en la tierra de sus abuelos. Pero este hombre tenía el cabello largo y ondulado y ahí tendido boca arriba como estaba, hacía sonar una maraca o sonajero con su mano derecha. Tal vez lo irreal de la situación logró superar otros pensamientos pero en ese momento fue ese hombre y el sonido de la maraca lo único que ocupó su mente. El hombre parecía estarle mirando a los ojos pero no podía saberlo con seguridad ya que su visión estaba muy afectada por los golpes y el fuerte dolor que experimentaba en su cabeza acusaba un nuevo desmayo que terminó por producirse pocos segundos después y que volvió a llevarle a la oscuridad absoluta con la única percepción del intermitente sonido de la maraca, que en algún momento, probablemente lejano de aquel instante, se convirtió en un penetrante barullo de grillos y chicharras.
El dolor de la cabeza permanecía como una tensión constante y el resto del cuerpo apenas le obedecía pero como pudo, se incorporó y se autoexaminó buscando heridas de gravedad pero no halló nada de consideración, excepto por la imposibilidad de flexión alguna en las rodillas. Luego miró a su alrededor y notó que la noche había caído hacía horas pero no pudo ver a nadie más, no estaban los demás cuerpos ni los restos del bus de transporte público en el que había comenzado esa pesadilla. Nada en absoluto, ni siquiera pudo reconocer la ladera por la que había rodado horas antes. Solo una vasta vegetación que lo encerraba y un hambre penetrante que había aparecido de repente. Qué pudo haber pasado? Por qué no había nadie y si ya los habían rescatado, por qué lo habían dejado - o llevado - allí?
Fue solo cuando trató de levantarse que notó que el esfuerzo no tendría sentido. Estaba sólo, débil e inmóvil. Probablemente habría recibido un golpe en su columna y de una herida que no había notado en su espalda, manaba un hilo de sangre que seguramente se había mantenido detenido por la presión del piso. Fue allí cuando comenzó a sentir la desesperación. Su corazón comenzó a latir con fuerza y un miedo indescriptible le hizo gritar con toda su fuerza. "AYÚDENME!", "NO ME QUIERO MORIR!", repetía una y otra vez mientras trataba infructuosamente de erguirse. Fue apenas al cabo de casi quedarse sin voz por sus intentos de ser escuchado que la cordura reclamó su lugar y decidió que no sería allí que abandonaría la vida. No sin antes ver una vez más a su hijo y decirle todo aquello que ahora sabía que había estado allí para entregarle y que siempre había encontrado alguna excusa para no expresarse. La vida tendría que darle una nueva oportunidad para dejar de hacer todo aquello que carecía de sentido para ganarse la vida y buscar la realización del sueño que desde niño tuvo de convertirse en médico o terapeuta, de hacer algo por los demás. Pero qué habría podido entregar hasta entonces, si su propia vida era una suma de vacíos sin llenar y expectativas sin cumplir. Ahora la paradoja de la ironía le arrancaba una desganada sonrisa: había ido a aquel pueblo de la selva buscando el remedio para resolver sus problemas evadiendo los pensamientos de suicidio que varias veces había consentido pero que nunca había tenido el ¿valor? de materializar, y ahora se encontraba al borde de su propio final, ante la posibilidad de conocer los misterios de la muerte sin haber llegado a entender los misterios de la vida.
Joaquín comenzó a arrastrarse sobre sus antebrazos, tratando de ignorar el dolor que cada movimiento producía en todo su cuerpo y de sobreponerse a la debilidad que cada minuto amenazaba con dejarlo inmóvil. Sabía que debía comer algo o sus fuerzas terminarían por abandonarlo, pero con la precaria luz con que contaba, no conseguiría distinguir alguna planta comestible, si es que la había. Miró tras de si y observó con angustia cómo iba dejando un rastro de la sangre que manaba de su costado así que decidió tumbarse de nuevo sobre su espalda para tratar de ejercer presión sobre la herida y aumentar sus posibilidades de sobrevivir al día siguiente. O quizás de prolongar su agonía.
Cuando se halló mirando de nuevo el mismo cielo que una noche antes había sondeado en busca de respuestas comenzó a llorar sintiendo que su tiempo en este mundo estaba por terminar. Pidió perdón sin saber a ciencia cierta por qué, si finalmente había sido sólo un títere más en esta función sin sentido y cuyo delito ahora castigado con la muerte, había sido la búsqueda de un propósito, de una clave que encadenara y le diera razón de ser a su existencia. Sintió lástima por él mismo y a la vez consideró justa su desgracia. No porque su partida trajera algún bien alguien, sino porque ni siquiera importaba. Fue entonces cuando le sorprendió la visión que apareció a un costado: Una espigada mata de maíz verde con 6 o 7 mazorcas.
Sin tiempo qué perder, procedió a acercarse como pudo a la planta y acopiando sus exiguas fuerzas logro alcanzar con su mano derecha la mazorca más baja de la caña. Cuando niño había tenido ocasión de ayudar a su abuela a cosechar muchas mazorcas como esta pero aquella se le antojaba adherida con cemento ya apenas si lograba moverla, mucho menos podría separarla. Intentó alcanzarla con la otra mano y luego de un par de intentos pudo hacerlo. De repente una idea se precipitó en su cabeza como una epifanía, tal vez una locura de moribundo y de repente notó como toda su vida lo había traído a ese momento, lenta y cruelmente, a definir el propósito de su existencia en la simple posibilidad de descolgar una mazorca de maíz!
Un grito ahogado de gladiador acompañó la caída de la mata de maíz y el despegar de la mazorca que Joaquín entonces abrazó como si se tratara de una madre a su hijo recién parido. Algunos segundos de regocijo trajeron paz a esa alma casi resignada a su suerte, Joaquín cerró suavemente los ojos y aunque quiso volver a los pies de su abuela, esta vez recordó a su padre, a quien alguna vez siendo niño, luego de escucharlo maldecir por la pérdida de dinero en un negocio, le preguntó por qué siempre estaba de mal genio. Él le respondió: "Porque a mi me toca sacrificarme para que ustedes tengan todo lo que quieren, y puedan desperdiciar todo lo que no les da la gana de tragarse y para que su mamá pueda quedarse en la casa a cuidarlos a ustedes".
Entonces la abuela tenía razón, qué sentido tenía hacer tantas cosas si nada de eso traía felicidad. Ahora que lo recordaba, siempre pensó que los juguetes, salidas y regalos eran una forma que tenía su padres de compensarlo a él y sus hermanos por no estar ahí. Por qué lo había hecho así? Habría sido infinitamente más feliz si lo hubiera visto sonreír todos los días y escuchar sus palabras de cariño y sabiduría como lo hacía su madre que sentir la culpa por la desdicha de su padre. Entonces vino otra revelación: aunque las circunstancias habían sido totalmente distintas, él mismo había decidido no estar en la vida de Santiago, su hijo. Había utilizado su horrible trabajo e indisciplina sentimental como excusa para justificar la imposibilidad de estar cerca de su hijo. Nuevamente las lágrimas recorrieron su rostro y pidió nuevamente perdón pero esta vez lo hizo con conciencia. Perdón a Santiago por no haber estado ahí, por haberlo castigado por no haber tenido él mismo un padre a su lado.
pasaron algunos minutos de silencio cuando de repente un nuevo sonido lo alertó, esta vez un siseo entre las hojas secas del lecho del bosque hicieron agudizar sus sentidos. Levantó la cabeza como pudo, aunque su fuerza era casi nula y vio de entre la vorágine verde aparecer su verdugo: una enorme serpiente de cabeza triangular se acercaba lentamente hacia él mirándolo fijamente. Sabía que cualquier resistencia sería fútil así que cerró los ojos y empezó a respirar de forma rápida y entrecortada cuando recordó la mazorca. Con sus manos la despojó de los ameros y comenzó a quitar los granos uno por uno, y los llevaba a su boca sintiendo por primera vez cada textura, cada sabor, porque no eran uno solo sino muchos. Mientras lo hacía iba logrando estar más y más tranquilo con la idea de su muerte. Casi que la deseaba. La serpiente comenzó a rodear sus inertes piernas y él sintió que de alguna forma le daba la bienvenida. Cada grano que masticaba iba ampliando su conciencia, sintió que esa mazorca siempre estuvo en sus manos pero nunca quiso saborearla. Casi que podía sentir como cada grano llegaba hasta la más lejana de sus células y abría nuevos sentidos que no sabía que existían, cada grano lo preparaba para la muerte, o ¿para nacer quizás?
Ya no tenía miedo, aceptaba su destino con alegría y ahora veía que cada paso en su errática existencia había guardado un tesoro, una pequeña pepita de oro que ahora se convertía en una fuente de luz materializada en cada grano de maíz que tragaba mientas la serpiente iba cubriendo el resto de su cuerpo. Entonces escarbó en la mazorca y no encontró más granos, abrió los ojos y se encontró directamente con los ojos de la serpiente que ya lo había envuelto hasta el pecho. Miró entre sus ojos y encontró dos llamas profundas y sintió como si le hipnotizara, como si lo fuera a llevar a su destino antes de tragarlo. Cerró los ojos nuevamente y susurró como pudo "Gracias Madre, Gracias Padre, llévame contigo" y la serpiente comenzó a apretar. Al principio sintió como ondas de presión que viajaban desde sus piernas hasta su pecho y luego bajaban y después una fuerte presión en el estómago que parecía que fuera a reventar. La serpiente le hizo girar y quedó mirando hacia el piso con sus manos apoyadas en la tierra cuando sintió las primeras arcadas, iba a vomitar pero mucho más que los pocos granos de maíz que llevaba adentro. Sintió que iba a vomitar todo el dolor y todos los miedos que había acumulado en su vida, su cabeza comenzó a dar vueltas y miles de imágenes se agolparon en su mente. Seguía repitiendo mentalmente las palabras "Gracias madre, gracias Padre" como un mantra y de pronto como si fuera fuego de su interior, salió la primera bocanada de vómito y pudo escuchar nuevamente la maraca que había escuchado esa tarde, pero esta vez con más fuerza, luego sonidos de flautas, pitos y tambores que sonaban tanto dentro de su cabeza como fuera de él hasta que pudo reconocer voces humanas que cantaban hipnóticos estribillos indígenas ininteligibles.
Joaquín levantó la cabeza y vió como el taita movía enérgicamente su waira y un ayudante le soplaba lo que parecía ser una bebida alcohólica mezclada con yerbas. A su alrededor varias personas tocaban instrumentos y todos parecían en trance pero conectados totalmente con las imágenes y sonidos que veía dentro de sí. Para entonces la serpiente había entrado por su boca salido convertida en un remolino de colores que brotaba acompañada de más y más vómito.
Joaquín pudo por fin tumbarse de lado y ver todo en su esplendor. Todo estaba vivo, había ojos en todas partes y una sinfonía de colores, formas y sonidos en cada célula de cada ser que lo rodeaba. Las piedras emanaban vibraciones sutiles que podía percibir y pudo ver entre todos los que estaban allí a su madre, a su padre, a sus abuelos, a su hijo, dos hijos más que aún no habían nacido y todos decían "Gracias Padre, Gracias Madre". |