CONFESIÓN
Un domingo cualquiera entró a la Catedral Metropolitana una elegante mujer vestida con un tapado de buen paño, color negro, a media pierna y una delicada capelina. Todo el atuendo hacía contraste con su llamativa y suave cabellera rubia.
Hizo la genuflexión de rigor y se dirigió al primer confesionario disponible. Más de una dama en la iglesia se dio vuelta para mirarla, pero ella ni se enteró.
Se arrodilló y escuchó al sacerdote:
-Ave María purísima.
-Sin pecado concebida.
-¿Que te trajo por aquí, hija?
-Padre, he pecado.
-Cuenta, hija, cuenta.
-He mentido a mis amigos.
-¿Qué más?
-Le he mentido a mis hijos.
-¿Qué más, hija?
-He faltado a misa.
-Algún pecado más, hija.
-Sí, me he acostado con un hombre.
-¿Y… se enteró tu marido?
-No padre, el falleció hace un tiempo.
-Entonces… ¿se enteró la esposa de él?
-No, porque también la esposa de él ha fallecido.
-Supongo, hija, que el remordimiento y la culpa no te han dejado vivir en paz durante la semana.
-No, padre, todo lo contrario, ha sido una semana llena de paz y alegría.
-Pero… ¡has estado contrariando la ley de Dios!
-Sí, pero ÉL ya me perdonó, ahora necesito su absolución para poder comulgar.
-¿Pero te arrepentiste de lo que hiciste?
-¡¡¡No, padre…., no!!!
-¿Cómo que no…? No podré darte la absolución y no podrás comulgar.
-Pero, no me arrepentí…
-Entonces no puedes comulgar.
-Mire padre, si usted quiere escuchar que me arrepentí y que nunca más lo haré, se lo digo.
-Si hija, debes arrepentirte y hacerte el firme propósito de no volver a cometer el mismo pecado.
-Bien padre, escuche: “me arrepiento y no volveré a hacerlo”.
-Bien hija.
-Pero oiga padre, Dios que está al tanto de todo sabe que no estoy arrepentida, y que volveré a hacerlo.
-Hija mía, ¡¡¡lo que escuchan mis oídos…!!!
-No he terminado aun padre, recuerde siempre que si Dios es amor, dónde hay amor está Dios, y Él no ha de juzgarme mal por mi actitud.
-Bien hija, ve y reza un rosario a la Virgen y que Dios se apiade de tu alma.
Ella fue, rezó el rosario y comulgó tal como se lo había propuesto y a partir de ese momento, cada vez que el sacerdote la veía se escabullía entre los fieles mascullando entre dientes: “que la confiese otro, yo ni soñando
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