La lluvia cayó trayendo con ella su misterio que enclaustrado esta en las paredes de mi sangre, su sangre y los labios que buscan el atisbo de saciar su sed con los míos. Las miradas se entrelazan como basiliscos buscando morder sus tallos finales para ahogar las ansias con su veneno que inmortalice las palabras en el palpitar de la piel que llama. He ahí la escena onírica en un día de grises planicies llenas de vehemencia implícita, la solitud de un momento apaciguado por las pausas que acercaban los tactos separados por la breve distancia de un mismo cielo que se quemaba en gritos desesperados; siempre en silencio.

Remisamente los movimientos fueron leídos y profetizados por un pensamiento entregado en la distancia, confundido con la sonrisa de la luna carmesí que se asomaba entre nubes perpetuas en búsqueda de las figuras inmortales que acunen nuestros deseos únicos y eternos que cicatricen en las llagas que se han provocado mutuamente, profundas heridas de imborrable pasión.

El temblor como testigo y la emoción como amiga se preceden en una cúspide de armonía compartida.

El silencio se presenta, la lluvia cae, el momento es eterno, el tiempo muere, nosotros nos tornamos perennes.