¿Qué cómo estaba? Las cartas esporádicas de Santiago casi siempre incluían la misma pregunta y Sandra, indefectiblemente, sabía que la respuesta no podía ser otra que la confirmación de su fortaleza, imaginada por Santiago, frente a la soledad. Esa y no otra era la verdadera naturaleza de la pregunta de Santiago. Un gesto de cordialidad que esperaba otro, que no los obligase a ninguno de los dos a la penosa tarea de internarse en un terreno fangoso de confesiones imprudentes.
El problema era que Sandra llevaba muchos años practicando aquello de que “lo cortés no quita lo valiente” y afirmando contra viento y marea y contra todas las evidencias "que sí, que estaba bien y que no pasaba nada". No podría confesarle a Santiago ahora que le había mentido, es que los dolores y los pesares habían sido relativos, tan relativos que aún en ese momento se sentía miserable por no haber podido gobernarlos.
Pero esta vez, las cosas habían cambiado. Si acaso él le preguntara (¡al fin libre!) ¿cómo fue que sucedió?, Sndra no sería capaz de responderle. Nada nuevo o diferente que pueda justificar haberse levantado un día y sentir que ya no dolía.
Sus días, la frustración de aquello que no había sido por culpa de nadie o el paulatino declive de sus esperanzas, nunca fueron una excusa razonable para refugiarse en el olvido. Amarlo aunque él ya no la amara había sido, durante muchos años, un juego solitario de búsquedas y desencuentros, un desgarro inútil de hurgar en las profundidades para encontrar las raíces de un sentimiento que perduraba más allá de todo empeño razonable. Tal vez ese había sido el secreto y no otro. Y es que el haber amado en soledad le había enseñado a crecer entre continuados tropezónes y caidas, pero haberse resignado a no sentirlo, hubiese sido morirse en vida.
Interrogar al amor era una tarea vana. Con la misma fuerza o intensidad con que estalla, sin consentimiento y contra todo pronóstico, un día, de pronto al levantarse, Sandra descubrió que de aquel sentimiento sólo quedaba una caricia tierna y lejana que rozaba la memoria.
Le temía a ese presente ajeno, a la ausencia de tristeza, a la trivialidad del deseo, al letargo de las intuiciones.
Pero ya no dolía. Ya no. Su realidad se presentaba ahora como la sensación de estar viviendo lo que tanto había anhelado. Santiago ya no era parte de sus días, de su vida… simplemente, Satiago YA NO ERA.
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