El portero lo conocía muy bien, era el supervisor del núcleo educativo, el funcionario de más alto nivel de la provincia. Pero a pesar de ello, solo abrió la ventanilla del portón y le dijo lo que a todos repetía:
—Disculpe usted, los alumnos están en clases y no deben ser interrumpidos. Regrese a las doce. ¡Son órdenes del señor Director!
Don Antonio Silva, así se llamaba el portero, era un hombre de mediana estatura y de pequeños ojos pardos; se distinguía por su buen comportamiento y cumplimiento estricto del deber. El más satisfecho con su desempeño era don Telmo, el director del colegio, porque cada día eran menos los alumnos que llegaban tarde. Por más excusas que éstos daban, el portero siempre terminaba diciéndoles: “¡Son órdenes del señor Director!” Y no había más que debatir.
Una mañana, por qué inconveniente seria, fue el mismo Director el que llegó tarde y tras la ventanilla abierta del portón, escuchó la voz del portero que con claridad decía:
— Disculpe usted, ésta no es la hora de ingreso. Regrese mañana. ¡Son órdenes del señor Director!
—¡Pero si yo soy el director! —contestó medio ofuscado don Telmo.
—A esta hora —afirmó el portero—, no ingresa ni el aire, menos será el Director.
En otra oportunidad, cuando ejercía el cargo de Director un señor al que después expulsaron, las paredes del colegio amanecieron pintadas con insultos. El portero, antes de que lleguen la mayoría de profesores y alumnos, para, quizás, evitar mayores problemas, borró las pintas que insultaban al Director. Al regresar, luego de esta tarea que la asumía de su entera responsabilidad, algunos profesores le preguntaron por lo que habían escrito en las paredes. El portero, dándose cuenta de la intención de la pregunta, les contestó:
—Yo no he ido a leer las pintas, he ido a borrarlas.
El director, después de haber sido informado por el portero de que el Supervisor había solicitado ingresar al colegio, de inmediato envió a un profesor para que le diera alcance.
Frente al funcionario, el profesor, temeroso, le habló agitando el pecho:
—Señor, buenos días. El Director lo está esperando.
—¡No! —contestó el supervisor—. Infórmele que el señor Silva me ha indicado que regrese a las doce, y allí estaré puntual.
En efecto, cuando dieron las doce campanadas del día, don Antonio abrió la puerta al supervisor del núcleo educativo quien sonriendo le dijo:
—¡Son órdenes del señor Director!
Por los ambientes de la casona hecha colegio se escuchaba un largo y creciente zumbido como si se tratara de un inmenso panal de abejas. |