Iba con la mochila en la espalda donde llevaba cositas que le podrían servir en el camino, la frazada para dormir donde le cayera la noche, un gorro que le tapaba las orejas cuando arreciaba el frio, los remedios que le dieron en la botica del pueblo y la pesadumbre que ocupaba el mayor campo y es la que más le pesaba. El poncho marrón, el pantalón de lana y las ojotas eran su único atavío. Locuaz, hablaba con las piedras del camino, los pájaros que volaban de vez en cuando sobre su cabeza y agradecía a los árboles que le daban sombra. La interrogante de encontrar viva a la Matilde le zumbaba los oídos, tejiendo recuerdos de haberla dejado enferma para bajar los cerros y buscar al doctor que no encontró en el pueblo y tuvo que emprender el regreso. Al divisar la choza aceleró el paso de la empinada cuesta y un mal sabor de boca le dio al sentir al acercarse el aire pestilente que se filtraba por las ventanas.