Iba caminando por el jardín botánico de Santo Domingo, sin prisa pero sin pausa, un sábado de mucho calor, que se reflejaba en las gotas de sudor que corrían por mi cuerpo. Andaba solo, bien ataviado, con unas gafas de sol recién compradas en el Diamond Mall y un paraguas negro y enorme, lo cual pude comprar con el ahorro de varios meses de duro trabajo, y porque a pesar del calor los pronosticadores profesionales de meteorología habían dicho que en cualquier momento podía caer un agua torrencial. Cuando me encontraba en el jardín japonés apareció Raúl, un antiguo condiscípulo universitario, a quien no había vuelto a ver después de salir de las aulas.
-Bortokán, cuanto placer me da verte de nuevo, viejo amigo.
-Raúl, el placer es mío.
Durante algunos minutos intercambiamos vivencias de los últimos años así como recuerdos de nuestros días universitarios . Charlamos de esas asignaturas de pesos pesados, y de los profesores cuyas cátedras y rostros quedaban fijos en nuestra mente todavía años después, y de lo difícil que era sacarles una A, aún fuera trabajando en equipo. Raúl me invitó a conocer su casa y aunque no soy muy dado a aceptar una invitación inesperada , debo admitir que tuvo la persuasión necesaria para convencerme.
Al llegar a la casa, me sorprendí bastante de las dimensiones, la belleza arquitectónica y los automóviles de lujo que Raúl guardaba en su marquesina, y pude comprender lo mucho que este había progresado económicamente. A decir verdad, lo sospeche desde que lo ví, por su aspecto cambiado, sus finas ropas y accesorios y algunos kilos de más, ya no era aquel joven delgado y de apariencia débil de mitad de los noventa.
Raúl me llevo a su oficina, donde quede aun más impresionado por los lujos que ostentaba. Tanto el piso como las paredes estaban adornados con los más finos accesorios y muebles, y la decoración era impecable. Además el piso era del mejor porcelanato español importado. No pude contenerme y exclamé: ¡Wao!, has progresado mucho Raúl.
Raúl no se inmutó, colocó su mano en mi hombro y me dijo: viejo colega, brindemos por nosotros, ¿todavía eres abstemio?
-No tomo alcohol pero ya sabes, todavía me desvivo por una cola.
Raúl llamó al servicio y le dio algunas instrucciones; al poco rato estabamos disfrutando de nuestras bebidas predilectas, el mojito y la cola.
Raúl se reclinó en su sillón ejecutivo y encendió el home teather más fino
llegado a este país. Se estiró con la elegancia de un actor de Hollywood y con la confianza de un jeque árabe.
-Bortokán, se que eres escritor. Yo quiero contarte una experiencia personal, algo interesante, sé que te va a gustar, pero te pido por favor que cambies mi nombre, porque no quiero revelarme.
-Puedes estar seguro de que seré confidencial. De qué se trata.
-He estado padeciendo de un trastorno sicológico, se llama cleptomanía. Fíjate, durante años he coleccionado objetos, lapiceros, libros, cuadros, cuantas cosas te puedas imaginar.
Mira ese reloj de pared, por ejemplo, es parte de mi trastorno.
Cuando me asalta la necesidad de poseer algún objeto que veo o encuentro es algo incontrolable, es una sensación tan fuerte, que aunque quisiera, no puedo resistirme a la tentación y termino sucumbiendo al deseo.
Al conseguir mi objetivo siento un placer indescriptible, que se ha vuelto como una droga.
Sabes, es muy riesgoso ser cleptómano, porque la mayoría de las veces las cosas no las planeo, son espontáneas y eso es peligroso porque podrían atraparme.
Pero últimamente he sentido remordimiento y he empezado a devolver objetos, sin embargo me he encontrado con un serio problema. Muchos de los objetos que poseo en mi colección ya no recuerdo a quien pertenecían, como ese reloj en la pared que te mencionaba hace un rato atrás.
No me considero un delincuente, mi siquiatra me ha dicho que se trata de un trastorno relativamente común.
Quedé sorprendido y hasta algo estupefacto por las cosas que me contó Raúl. Pero mantuve la compostura hasta nuestra despedida, con tacto y gallardía.
Pero durante la noche quede aún más sorprendido porque mis gafas de sol de marca, recién compradas, y mi paraguas negro, los cuales compré con el ahorro de tantos meses de duro trabajo, habían desaparecido.
La mañana siguiente fue mayor mi sorpresa y consternación al leer en el periódico que mi antiguo condiscípulo Raúl, un conocido funcionario del gobierno, era investigado por presunto delito de corrupción y desfalco a empresas del estado, aunque según alegaban sus abogados, no habían pruebas contundentes en su contra.
ELIAS Y. BORTOKAN B.
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