El ruido inundó la habitación en círculos a mi alrededor, rodeándome, confundiéndome; carros, guitarras, cristales rotos amplificados a la locura. Sombras corrían por las paredes, fuera de ellas; olvidando la usual discreción de los demonios, aproximándose hasta quemar mi piel. Mi cuerpo actuaba con autonomía, temblores convertidos en tirones, en ataques violentos, es lastimeras defensas, en lagrimas que me ahogaban intencionalmente, con malicia, con hambre de muerte. Era el mundo en mi contra, sin otro lugar para esconderse más que la muerte, el suicidio, el fuego. Ataques sexuales, violentos y ofensivos; estática ensordecedora, sangre en los ojos. Caminé con la poca fuerza que me quedaba, al fondo, el cuchillo, la puerta, el triunfo con entrada de garganta. A un metro de mi herramienta caí golpeado de rodillas, no pude continuar. Temblando me enrosqué, herido, humillado, derrotado, llorando. Lo sentí llegar desde la otra habitación, lo escuché en aumento; cubrió cada rincón como una ola de sufrimiento, su agudo grito de profundo dolor se enterraba en mi pecho; arremetió como el viento, como el odio, como la muerte con los ojos abiertos. Apoderado de mi cuerpo mancillado, lo presionó sobre si mismo, me robó la voz, los gritos de auxilió, la mente, la certeza, la verdad, la vida. El grito rompió mi mente, no era más un aullido indefinido, era mi nombre desde un cuello roto, venia por mi en especifico, era personal. Se entumió mi mente, me despojó de las ganas de morir, de vivir, de pensar, de ser; sobrepasó el limite, rompió algo dentro de mi y se calló.
Al despertar ya no era el mismo, no podía serlo, me lo había robado, como a mi madre hace veinte años. Me volví un hombre de ojos opacos, él rompió algo, algo dentro de mi.