Lo vieron lavar su ropa en la mañana, los primeros rayos de sol la secarían. Lo recuerdo fuerte y recio, alegre, con esos ojos de niño inocente. Lo vieron lavar su camioneta. Me dijo que regresaría al ranchito de sus padres (los once hermanos sufren la misma demencia). Vi en él la maldición de la tierra, los recuerdos de una infancia de oro vueltos aire, inasibles; del amor al polvo de unos padres largamente muertos; el arroyo con su humedad y su furia; los duraznos de miel y la leche de chiva... Hicimos planes.
“Quiero trabajar” me decía, y sentí una pena muy honda por sus canas y por sus manos arrugadas. Me juré “no me pasará nunca”. Me sentí viejo en él por vez primera, lo abracé para decirle adiós y lo envolví en el manto de una promesa. “En cuanto junte el dinero iremos los tres” pensé. Se fue. Corto es el tiempo verdadero. De haberlo sabido no lo hubiera soltado nunca.
Lo vieron atar la leña. Lo vieron construir una casa cuando era niño. Le encontraron un hueso de aguacate que sería el génesis de una huerta que jamás sembró. Lo vieron conducir hacia la frontera. Vivió el sueño americano y la pesadilla de una juventud perdida. Lo vieron en casa de su hermana, lo vieron…
Él sí sabía sonreír como la gente buena. A mis treinta años lo reconocí en la foto de cuando mis padres se casaron, me reí de su bigote, creo que se ofendió. Creció a sus hijos. Erró en el amor, ¿tú no? Devolvió quinientos pesos que jamás pidió “no le digas a mis hermanos que estoy jodido”. Le di el video donde salía su madre, aún no sé si lo miró.
Las primeras palabras del funesto día, aún en cama: “¡Amador se murió!”. Viajes desde el norte y desde el sur. La gente vino, tú también. Las llamadas. A la esposa y a los hijos también les mintieron “por teléfono no, tiene que ser en persona”. El rostro de Amador que vio a Amador, de una tristeza infinita. A Eugenia le mintieron “un infarto, andaba trabajando” y ella me mintió a mí, haciéndome pedazos el alma. Madre, no puedes anticipar mi destino. Yo lo quería, porque algo de Ruperto vivía en él y porque tu rostro se iluminaba cuando lo mirabas. Él jamás supo de tus desvelos.
Recuerdan que dijo adiós a dos manos. Luego encontraron una carta que acabará por encontrarme: su verdad me aplastará. Lo vieron subir al camión. Un pastizal mecido por el viento lo vio caminar sobre la tierra húmeda de las afueras. Un ave agorera lo vio pasar la mirada por las copas de los árboles y respirar con alegría el aire limpio y frío del bosque de coníferas: verde, agua, trementina. Un árbol frondoso tembló ante la caricia de su mano. Un pastor y sus hijos lo vieron colgando de una rama “Se horcó hijo, se horcó”.
Mi madre recuerda que “aquella pinada a él le parecía hermosa”. Me dijo que largo tiempo lo miró tendido; le habló de las promesas de Dios; aún me alcanza la fatalidad de sus palabras: “…y no me respondió nunca”. Yo deseo que todo esto sea un mal sueño, para despertar de un sobresalto y contarte mi espanto.
Antonio Carrillo Cerda
Toluca, Estado de México
23-05-2012.
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