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Era lo que se dice un día perfecto cuando Graciela vio el mar por primera vez.
La marea calma reflejaba un cielo liso y despejado; abajo arena clara y en el horizonte, el sol hundiéndose pesadamente.
Estaba de brazos cruzados, esperándola, o al menos así lo percibió la niña que, en un principio, había quedado inmóvil al presenciar el espectáculo marítimo. El ruido de las olas rompiendo en la arena, la brisa tibia, salina; llevada y traída tantas veces por el viento con su sabor, su aroma a mar, superó todas sus expectativas.
Es cierto que lo conocía por boca de amigos y familiares, había visto imágenes y leído poco acerca de él, pero comparado con el encuentro, lo anterior le parecía artificioso. Si acaso algo se le acercaba un poco, eran las caracolas capaces de contener el rumor del océano en su espiral.
Visitarlo era un deseo que Graciela tenía, pero que callaba. Le parecía tan lejano e inalcanzable, casi imposible. Y aunque en su mente aún no existía la palabra nunca, la idea de morir sin haber visto el mar parecía razonable dada su situación.
Su padre era un comerciante sin tiempo que sólo prestaba atención a las diferentes empresas a las que se embarcaba acompañado de su esposa. Para salir adelante intentaban de todo: vender juguetes, ropa, bisutería y artesanías, incluso tuvieron puestos de frutas y verduras y de comida preparada. Lo cierto era que a su familia no le sobraba tiempo, menos dinero.
Graciela aprendió con los años que preguntando a sus padres no obtendría respuesta a sus dudas e inquietudes, por eso nunca se le ocurrió decir: “Mamá, papá, quiero conocer el mar”.
La escuela tampoco aportaba gran cosa. No le gustaba ir y cuando iba, se burlaban de su hermana y de ella. Gracias a eso, creció en su interior un rechazo a las pizarras verdes, al sonido de la tiza y especialmente a sus compañeros.
Se conformaba con ver el océano en televisión, cuando aparecía en las caricaturas del gato Félix, durante la media hora que tenía derecho a mirarla. Charcos, albercas, manguerazos y demasiada imaginación amainaban el calor y su ilusión por ir a la costa.
El interés le había nacido desde muy chica. Juzgándolo irrealizable, se olvidaba de él por temporadas. Sin embargo, el ansía seguía latente. Cada que renunciaba a su afición, ésta regresaba con más y más fuerza.
Para desahogarse, la niña le platicaba a su madre que Fulana o Zutana habían ido de vacaciones al mar. Y en su voz se percibía un velado tono de reproche y resignación, mientras que en sus ojos, el brillo inconfundible de quien está anhelante, a la espera de algo.
Cierta noche, antes de acostarse, la mujer dijo a su esposo: “Ellas tienen muchas ganas de conocer el mar”.
Días después, el padre anunció: “Vamos a ir de paseo a la playa”.
Graciela no daba crédito a lo que ocurría. Incrédula como estaba, subió con sus cosas a la camioneta pickup.
Apenas había transcurrido una hora de camino cuando el vehículo dio vuelta en la carretera para llegar a un baldío arenoso. Se estacionaron, bajaron y caminaron juntos con el equipaje para acercarse a la orilla. El hombre montó su puesto de cocos ayudado por su mujer; las niñas, tomadas de la mano, caminaron emocionadas hasta perder de vista a sus padres.
Graciela corría agitada hacia el mar, jaloneando a su hermanita. Pararon hasta donde las olas besaban sus pies y al levantar la vista sintió miedo: la belleza, lo inabarcable del mar la angustió, la hizo sentir pequeña e insignificante.
Era increíble, no cabía tanta agua en su mirada, estaba rodeada y al borde de las lágrimas.
Pensó mucho, pensó tantas cosas. Primero, quiso saber dónde iniciaba y dónde terminaba el mar. Imposible saberlo. Después se preguntó su origen: tal vez la tierra había dejado que el agua vertiera su abundancia en ella, pero la condenó a ser amarga, imposible de beber. Vastedades de agua que no logran calmar la sed de nadie, que la incrementan, que la hacen insoportable.
Embelesada, soltó la mano de su hermana, ignoró sus llamados y comenzó a caminar mar adentro, precipitándose hacia él como quien se lanza al vacío. Si en su vida había estado a la deriva, finalmente hallaba el rumbo en el vaivén de las olas.
La marea terminó por relajarla y con el agua hasta el cuello pudo sentirse tranquila. Se dejaba llevar por la resaca, hacia dentro, hasta el fondo, Graciela era absorbida lentamente, se fundía y confundía con la mar. Comenzaba a formar parte de algo grande al fin.

Texto agregado el 10-10-2012, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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