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VIII
Pese a lo grave de su estado, en un par de días Roberto abrió sus ojos, sin entender lo que había sucedido, se irguió con mucha dificultad en su lecho y achinando los ojos, atisbó en rededor. La pulcra sala se veía enorme en su albura. ¿Qué había sucedido? Una enfermera reparó en esto y lo reacomodó con premura en su lecho. Su cuerpo estaba adormecido por la sedación, pero su ímpetu fue mayor que todo.
-¿Dónde estoy?- preguntó con su lengua traposa.
-Le ruego que permanezca en su lecho y evite todo movimiento. Usted sufrió un grave accidente y tiene varias costillas rotas.
Entonces, lo sucedido aquella mañana en el taller acudió con nitidez a la mente de Roberto, por lo que preguntó una vez más:
-¿Sabe usted como está mi gente?
-No se preocupe, señor –repuso la mujer,-los otros dos accidentados están recuperándose en su casa y por lo que veo, usted no tardará en mejorarse también.
Roberto, suspiró con alivio y luego preguntó por Ana.
-Ella ha concurrido todos los días para saber de usted. Está muy preocupada por su salud- respondió la enfermera.

Ana, como todos los días, había concurrido al hospital y luego de consultar por el estado de Roberto, se había retirado con una profunda tristeza en su rostro. Habiendo resuelto que no volvería a verlo mientras él estuviera en el hospital, se juramentó a que después, se despediría para siempre de él y se alejaría de ese lugar en donde había encontrado el amor y la pasión. Lo que sólo la perversión de un individuo había malogrado. Su hijo, sin entender nada de nada, notaba que la alegría de su madre se había apagado y eso lo preocupaba.
-Madre. Roberto se mejorará muy pronto, no tienes que apenarte por él, ya que es un hombre muy fuerte- le dijo el muchacho a la mujer.
-Hijo, no es por él que estoy tan triste.
Al preguntarle Tomás el verdadero motivo de su pena, ella nada dijo. Y eso inquietó aún más al joven.

En el barrio, todos sabían ya, por boca de Luzmila, del accidente, pasión y agonía de los amantes. La entrometida mujer, había creado un libreto digno de una telenovela, diciendo que don Rubi –así llamaba ella al metalúrgico- casi se había muerto y que ahora agonizaba en un hospital, que quedaría cojo y tuerto si sobrevivía y que la pianista –Ana, por supuesto- sufría y se desvelaba por su hombre, aunque es sabido que a hurtadillas, lo engañaba con otro tipo. -¡Pobre don Rubi!-exclamaba la mujer- no se merece la suerte que está corriendo.
Si ella hubiese sabido la verdadera historia, se habría atragantado en su ansiedad por transmitirla al que quisiera escucharla.

Ajeno a esto, pronto Roberto se recuperó del todo y tras unas semanas de convalecencia, salió del hospital. Ya con todas sus facultades intactas, lo primero que hizo, fue acercarse a la casa de Ana. Ella, que aguardaba con angustia este momento, hubiese preferido que el encuentro fuese en otro lugar. Pero, al ver al hombre en el umbral de su puerta, sintió que su corazón se le recogía y aparentando una tranquilidad que no sentía, lo hizo pasar, besándolo con frialdad.

Roberto, comprendió de inmediato que algo andaba muy mal. Ana trataba de disimular su nerviosismo y cuando él le preguntó que sucedía, ella, que siempre había sido tan mesurada, ahora, al borde del llanto, le respondió:
-Conversemos.
Fueron las palabras más aciagas que pudieron pronunciarse, la mujer intentó fundamentar una multitud de razones para decidir lo que ahora estaba a punto de expresar. Roberto, sintió que su rostro se transfiguraba, que en algún lugar de su cuerpo, algo estaba a punto de desbordarse. Y no sabía si era un temporal de furia o un vendaval de cuestionamientos. O simplemente, eran las lágrimas más varoniles y justificadas que ser alguno pudiera derramar.
Fue un latigazo, certero, sibilino, que reverberó en la sala y luego, fue a incrustarse doloroso en el entendimiento del hombre. –Ya no te quiero. Palabras malditas, escuchadas quizás en alguna pesadilla. Pero no, era la suave voz de Ana, presente y ausente a la vez, esfumándose de la realidad del cruel momento para diluirse en los vaporosos paisajes de un mal sueño.
Digno, Roberto se dio a la razón, no intentó alguna otra respuesta y sólo miró a los ojos de aquella que ya consideraba su mujer, para luego, cabizbajo, salir a la calle y desaparecer de la escena tras algunos pasos. Ana, maniatada en la horrible trampa, sentenciada por ella misma a purgar un pecado inconcebido, se desplomó en un sillón y lloró hasta que un piadoso sueño la cubrió, sumiéndola en una nebulosa.

IX y final.

Días después, Ana partía junto a Tomás rumbo a Europa. Allá, recorriendo calles lejanas, contemplando monumentos señoriales, yendo a conciertos de piano y mirando su silueta en las aguas del Sena, intentaría olvidar esta historia de su vida que le dolía como una cruel enfermedad.
Roberto, fuerte y resignado, continuó con sus labores metalúrgicas, pero siempre que un piano resonaba en cualquier melodía, no podía evitar vislumbrar el rostro amado de su Ana. Entonces, se sacudía, tratando de deshacerse de su recuerdo, el que se fue diluyendo en la remesa de los días, meses y años.

Cierta vez, Tomás, acuciado por el remordimiento, le confesó a su madre el intento suyo de separarlos y de su alianza con el bribón de Rubén para conseguirlo. Ana, sólo hizo un mohín de tristeza, pero nada dijo. De todos modos, tenía el convencimiento que ella y Roberto eran demasiado diferentes, que tarde o temprano, él se aburriría de ella y a ella, pronto la hastiaría el hecho de que sólo fuese el sexo el que los uniera, que tras la pasión y el desenfreno, sólo imperarían los regaños y un silencio culposo.

Como todo se paga, Rubén, atrapado por el vicio y la disipación, gastó todo lo que tuvo para brindarse una vida principesca. Pero, ya en la ruina, intentó codearse con mujeres de gran riqueza, quienes, sin embargo, se percataron a tiempo de su verdadero objetivo y lo desdeñaron. Finalmente, en un oscuro tugurio, se trenzó en una riña con personajes de peor catadura que la suya, siendo apuñalado por la misma arma que alguna vez portó para seducir a varias mujeres, entre ellas, Ana. La justicia, llegó en un momento tardío, pero no por ello fue menos rotunda.

El cristalino sonido de un piano se eleva por todos los rincones de esa habitación. La mujer ensaya una hermosa sonata de Brahms. Todo pareciera recubrirse de magia. Es el atardecer de un día cualquiera.
-Tocas tan bien –dice quien escucha arrobado tan hermosa melodía.
-Tan bien como lo haces tú con tus instrumentos.
El hombre sonríe y luego se levanta de su poltrona. Se aproxima a la mujer y toca suavemente sus hombros.
-Te amo, ¿Lo sabías?
-Sólo sé que yo te amo hasta la perdición-musita la mujer y vuelve su rostro para recibir un beso tan tierno como aquellas notas.
-Bajemos a cenar, mi querida.
-En un momento, mi amor.
Ella, se levanta y el la toma por la cintura. Luego, hermanados sus cuerpos en un abrazo que delata el romance, bajan las escaleras.
-¿Qué haremos esta noche, señor Ferretero?
-Lo que usted diga, señora Rubinstein.
Ambos, se seducen bajo la tenue luz de las lámparas. Sonríen, se aman. Ana, regresó por un sueño, Roberto, nunca perdió del todo la esperanza. Después de todo, una sonata no debe quedar inconclusa.



FIN












Texto agregado el 10-10-2012, y leído por 192 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
22-10-2012 bueno Corin Tellado tendra de quien preocuparse..!!!una novela romantica al estilo de otros tiempos,otra mentalidad,otras costumbres...los los personajes me encantaron,me recordaron a ana blaum que era pianista y roberto blaum su esposo que era medico del cuento vidas interminables de ahi mi nick...amo esa historia y esta tuya Gui, tambien me ha gustado mucho.***** ana_blaum
 
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