Y el fuego de la libertad que dice mírate y dime qué tan libre eres, te pones de pie te miras en el espejo y te haces la pregunta; la respuesta se bifurca como la trizadura del vidrio.
A veces consigo deslizarme un rato, pensar el futuro, mi hijo crecerá y yo envejeceré a la misma velocidad, tal vez nos crucemos en alguna calle desierta, nos miremos, nos reconozcamos, nos abracemos, yo le diga te quiero mas que a todo, y él me responda viejo, vete a descanzar, ahora es mi turno.
Habría que interrogar a Whitman para que nos explique si su canto era en verdad apologético o solo un cuadro hiperrealista de un trozo de tiempo cualquiera.
No podemos escapar a nuestra época a pesar de los libros de historia, estamos limitados en nuestra caverna y aunque estiremos los brazos y saltemos de perro en perro como la pulga, de copa en copa como los pájaros y los borrachos, tratando de pescar un instante con sentido, una respuesta concreta, una explicación razonable, inteligible, tranquilizadora, no hay mas que sacarse los zapatos y echarse una siesta bajo la sombra de un árbol, con la imagen en la retina de una hoja contrastada en el azul celeste, el recuerdo de un cuerpo sudado, erótico, inmaculado por el placer, y un verso de Shakespeare en la boca (“la vida es una errabunda sombra”).
Los felinos ojos incisivos de un simple mortal develan la dualidad, la ambivalencia maniquea del juicio, por algo el cerebro está dividido, por algo la mayoría de nuestros miembros vienen de a dos, número imperfecto, como la silla de dos patas, siempre el descalabro latente, la caída inminente, la risa y el dolor en un mismo acto.
El péndulo se balancea y Allan Poe lo oye desde su tumba, se ríe de nosotros como nosotros nos reímos de lo absurdo, y del payaso y del enano que está sobre los hombros del payaso, igual que el demonio socrático está sobre el nuestro susurrando y riéndose más que nadie de nuestra ridícula soberbia.
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