Celia
Ya había barrido el patio, pero a Celia le gustaba ver el azahar del naranjo esparcido en la tierra negra y, al fondo, la enredadera con sus flores que parecían tacitas de té. Después, seguía con la vivienda. Asear cuarto por cuarto, era cada vez más pesado. Las camas se hacían inmensas y tardaba más de lo debido, tratando de que las sobrecamas quedaran con ese toque de exactitud que deseaba la señora. Cuando sacudía, el polvo llegaba y la hacía estornudar con violencia infinidad de veces. De su bolsa extraía un pedazo de papel higiénico y con fuerza se sonaba y movía la cabeza.
-Tengo años haciendo esto y cada día me canso más. Me cuesta trabajo meter la escoba debajo de las camas. Cuando exprimo el mechudo, el agua fría me entumece las coyunturas y la fuerza se hace torpe. El ajetreo cansa y cuando me pisa el dolor de espalda, dan ganas de tirarme al suelo. ¡Pero no!, tengo que seguir, pues a la señora le gusta que los vidrios estén relucientes y para lograr el efecto hay que pulir con papel periódico. Suspiraba, se iba a la cocina y bebía una taza de café y pan para poder continuar. Volvía al quehacer.
-¡Ya no tardan en llegar! El tiempo apenas me alcanza para hacer una sopa de arroz y guisar el pollo con ajo y tomate. Tiene que estar bien sazonado, pues si a la señora le disgusta, no me dice nada, pero, le queda el mal carácter por el resto de la tarde.
El calor del mediodía, se escurre por el tejado y en el bochorno de la cocina recuerda que el clóset de Toñito está en desorden.
-Es un niño que piensa que al esconder sus trebejos ya se ganó la gloria. Si su mamá se da cuenta, con seguridad lo regañará y en vez de jugar fútbol el domingo, tendrá que acompañar a sus hermanas a la fiesta. ¡Ah, si no fuera por él, yo anduviera en mi rancho!, tiene quince años y cada día se parece más a su padre. Va a ser alto, con unos ojos que solitos platican; como los de su papá en aquella tarde: yo estaba sentada en el escalón, secándome el pelo y el señor llegó con los ojos brillosos y me empezó a decir cosas cerca de mis oídos, dejándome pedazos de respiración en mi cuello. Me hacía la tonta, pero sus palabras se fueron acomodando y, después, me encontré ansiosa de que siguiera, y él siguió. Sus brazos alrededor de mi cintura eran duros como ramas; y luego, su voz que me decía: si tienes un varón me harás el hombre más feliz. No recuerdo las veces que lo intentamos, pero todos los meses la regla llegaba como soldado a su guardia. La que se embarazó fue su mujer, pero a Toñito lo siento como mío. Si no fuera por él, no sé dónde andaría.
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