LECTURA
Salí de casa, medianamente temprano, como cada día promediando las siete de la mañana. La gente que circulaba a esa hora, lo hacía presurosa: unos llegaban en el Metropolitano y otros iban en busca de abordarlo. El centro comercial, frente a la casa, cual inmenso aspirador, iba literalmente tragándose filas y filas de trabajadores que cual filas de botellas en una fabrica, iban desfilando en la misma dirección, subiendo y bajando, girando y volviendo a girar, dirigiéndose a las diferentes tiendas y comercios.
Dejé mi inercia contemplativa, y reinicié mi diario camino, reabriendo mi libro, guiado por el hilo de macramé que suelo ponerles a modo de marca-página. Después de unos pasos, sin llegar a compenetrarme en la lectura empecé a sentir una poco conocida sensación.
Algún sentido escondido, no dominado muchas veces, me advertía de algo, como que era objeto de observación. Como… ¡École!, sí, eso, eso… me sentía observado.
Primero hasta pensé que por inconciencia, después de levantarme y salir hacía la panadería, lo había echo sin pantalones: una rápida mirada de soslayo, me quitó ese absurdo temor. Pero la sensación de ser objeto de observación seguía y no me dejaba pasar del renglón que leía y releía sin poder continuar en mi lectura.
Pensé entonces que quizá no me había peinado, aunque usualmente no me peino, pero si acomodo con la mano, muy a la volada, mis ensortijados cabellos que pululan por ocupar cualquier lugar que les apetece. Esta opción era de menor importancia en tanto que hoy en día los peinados y/o cortes de cabello de moda, son cualquier cosa muy parecidos a estar despeinados.
En seguida me saltó ese como azaroso temor de no tener el cierre del pantalón cerrado. Haciendo un cúmulo de valor y atrevimiento, llevé mi mano libre a ese punto: todo estaba en orden. La tranquilidad volvió a mí, pero la sensación persistía y aún no podía rebasar el renglón que ya apenas repasaba con la mirada sin pasar la comprensión de los conceptos, más acá de los parpados.
Entre descubrir el “por qué” del sentimiento de ser observado, el dejar que mis pasos me lleven por las tantas veces recorridas veredas de esa calle en camino a la panadería, y el tratar de ordenar la narración que hacía el protagonista: un “mudito” que hablaba, pero no se oía lo que decía, llegué a las puertas de la panadería. Me puse a la “cola” frente a la ventanilla de pago y luego en la “cola” de atención para recibir en pan nuestro de cada día: panes franceses e integrales crocantes, calientitos; por ésto pedí una bolsa de papel, también para evitar la acostumbrada bolsa de polietileno, blanca, recién abierta, pero de dudosa procedencia por tanto reciclaje. Reencaminé mis pasos, de vuelta a casa.
Ya casi tenía olvidada la aprensión por las extrañas miradas de los transeúntes pero después de unos pasos volvió: volvió igual, con unas miradas de propia interrogación por no entender lo que veían.
Al llegar al parque, a mitad de mi camino, me detuve decidido a resolver la incógnita. Con sorpresa, siguiendo las miradas de todos los que pasaban, pude darme cuenta que lo que miraban, lo que les extrañaba era que tuviera un libro en la mano y fuera leyéndolo al caminar.
Continué allí parado un tiempo más y en una especie de respuesta me dediqué a mirar a los demás. En los minutos que ocupé en esa observación, no llegué a ver a nadie con un libro, ni siquiera llevándolo en la mano, mucho menos leyéndolo.
Continué mi camino a casa, justificando para mí esa falta de adición a la lectura en el hecho de que los libros son demasiados caros, o de que la gente tiene algo más urgente (no más importante) que hacer y por último que seguramente en sus casas si leen o que tal vez no dosifican su tiempo para leer cada día algo más que algún folletos o algún letrero con alguna propaganda.
Llegué casa sin haber avanzado un renglón más, miré a los cielos y sintiéndome bendecido dije en silencio: ¡Gracias Señor por el regalo de la lectura!
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