Encontramos el rastro de belleza que se reseca tras la sangre arrancada, por arranques de cólera; sangre que se riega en la tierra fértil de una erupción volcánica, que emerge desde el mismo núcleo del mundo; erupción volcánica que se lleva las falsas sonrisas, las empapadas lagrimas, las abnegadas madres, los dolores de espalda, los arranques de cólera, las oficinas de gobierno, las hojas rotas de las sinfonías de Mahler, de las novelas de Coelho, de las comiquillas de Mafalda, del periódico Alerta, de aquella Violeta que llora en Miércoles.

Y entre tanto fuego, entre tanto cólera, entre tanta resequedad, entre tanto cadáver de Violeta y su pistilo; el jueves, palpita la tierra fértil regada con sangre, emerge, desde el mismo núcleo del mundo, nutrida de rencores y fonógrafos viejos, una flor así de frágil, así de poco atractiva, con tres hojas y un tirón de color marrón deslavado. Suavemente rozamos sus atardeceres y nos conmovemos con tan escasos resultados, regresamos a nuestra dama en portal con las manos vacías y le componemos un soneto.

Nuestro romance no pende de acentos, numeradas silabas, rimas ni elocuencia; sino de vuelcos circunstanciales que nos han dejado con las manos vacías y el corazón llenos de cosas.