RECUERDOS DE UNA EPOCA MEJOR
Algunas veces soñaba que era un mago al que, al terminar su extraordinaria actuación, un espectador se atrevía a brindarle unos aplausos; Otras, que era un cantante en sus inicios, que al emitir sus gorgorito sin ningún notorio “gallo”, se hacía acreedor de los aplauso de ese solitario espectador… pero, al despertar repentina y abruptamente a la realidad eran, o el Padre Mario o el (en aquellos tiempos) Hermano Juan, quienes con pocos “dulces y armoniosos” golpes de palmas de manos, sin nuestra conformidad ni aprobación, nos “rescataban” del reparador, diario y mundano sueño.
Raro era el día que esa oportunidad, de hacer de nuestro despertar un sobresalto, era para otro Padre u otro hermano.
Al abrir los ojos la mirada se me estrellaba irremediablemente contra el blanco techo iluminado por los primeros rayos de luz que invadía el recinto por la ventana que tenía a mi cabecera, bajo la cual, mi maleta, fiel guardiana de mis pertenencias (una maleta tiesa, acartonada, sin gracia; antigua, de esas de color indefinido, semejante a una desteñida tela escocesa), cumplía además de su papel de guarda ropa, el de velador.
Entre las camas repartidas en todo el tercer piso, a mi derecha la de Abraham, a mi izquierda, la de Agüero (de quinto y cuarto año, si mal no recuerdo), quienes lejos de ser los ladrones bueno y malo (mucho menos yo el crucificado), (y que tampoco estábamos en el monte del Calvario), eran mis fieles acompañantes a el diario despertar en ese nuestro escogido camino hacia el Señor: el internado del Seminario Menor de los Padre Oblatos de san José de Barranco.
Empezaba así el nuevo día, y para los “primariosos” del primer año, un día más de competencias y travesuras... y también, claro, algo de estudios y mucho de rezos… sobre todo en tiempos de exámenes.
No importaba de que trataba la competencia, ni cual su finalidad, el hecho era competir. Las más, eran competencia tácitas, sin casi acuerdos. ¡Vamos! cosas de niños.
Competíamos en todo, desde quien se levantaba primero, quien ganaba en tender la cama, o en subir al cuarto piso al primer aseo del día. También quien se vestía y bajaba primero, completamente listo para participar en la Misa.
Una de las competencias, sin ninguna razón lógica, era la de subir y bajar a todo correr lo más rápidamente posible, casi volando, desde la canchita de fútbol (esa que nunca supo de cemento, ni mucho menos pasto, ni siquiera el artificial, y sí mucho de esa arenilla gruesa que endurecía nuestros pies y nos los hacía resistentes al extremo de no necesitar zapatillas, chimpunes o botines de fútbol, con o sin cocos o toperoles, que además no estaba permitido maltratar cualquier calzado en el dichoso juego); Subir hasta el cuarto piso, tocar los lavabos situados al fondo del mismo y tornar al punto de partida, con el corazón en la boca, la respiración dejada en el camino, sin poder pronunciar palabras alguna, y más de uno con los ojos aún cerrados para eludir el temor o la silueta de alguna “aparición” durante el recorrido, completamente a oscuras, de escaleras y pasadizo al cuarto piso, ida y vuelta.
El tiempo, celosamente cronometrado por algún contrario, marcaba, exactamente el extraordinario record de… de, la verdad… no lo recuerdo, que ya pasados hay casi 40 años (¡¡¡Asuuuuuuu!!!).
Mi mente retrocede algo más y recuerdo mi primer reloj que fue una de mis riquezas terrenas que dejé en el mundo civil al entrar al seminario; lo otro creo fue un Bolero, esos de madera, redondo, grande, pesado, pintado de rojo, blanco y azul, que obsequié a un primo, la verdad que con mucha pena y nostalgia. Ahora tengo otro, pero sin pintar… que sabiamente alguien dijo: “El hombre no deja de jugar porque se vuelve viejo, se vuelve viejo porque deja de jugar”.
Y en pago a los años, nostalgia siento al dar vida en la memoria a aquellos días, semanas, meses, de seminarista, no sólo por las travesuras, que aún a nuestras edades de “primariosos” no nos estaba permitidas pero que igual las hacíamos (que la vocación es una cosa, y el desarrollo normal y natural de un niño, sea en casa o en el seminario, es otra), sino también por los recuerdos de las horas de clases, en las que recibíamos las enseñanzas de nuestros superiores, recuerdos que se aglomeran por volver todos juntos. Varios de esos superiores, superados los años y las distancias, vemos ahora tan cerca y tan identificados a nosotros mismos que es como verse en un espejo.
Inolvidables las clases de latín, generalmente impartidas por adultos sacerdotes; también las de Italiano tienen lugar privilegiado en los recuerdos, y aunque mucho de lo aprendido en esas lenguas quedó en las aulas, no les quita lugar de recordación las posteriores lecciones del francés o del inglés, lenguas más actuales, menos eclesiásticas.
Otros recuerdos, son de más grato y fácil acceso, como por ejemplo los de las horas de comida: desayuno, almuerzo, lonche o cena, con la constante de la gran camaradería reinante, siempre cada uno es su mesa, en un puesto designado periódicamente, con su servilleta dentro de esos sobres de plástico, celestes, con el nombre de cada uno en ellos. En lo dicho, después de un tiempo prudencial, se rotaba a otra mesa y a otros compañeros, pero siempre con un Probando a cargo de la disciplina de cada mesa.
Hito especial en la memoria tienen los retiros espirituales mensuales, y ni que decir del Retiro Anual de tres días consecutivos, en que batíamos record de rezadas de rosarios y de sacrificada resistencia a emitir palabra alguna, pues era de riguroso silencio… salvo para rezar, que era cuando nuestras voces salían ansiosas de oxigeno y de exterior.
De la meditación, mejor no traer recuerdos, que a esa edad la mente es más liberal e ingobernable, tanto que no soy capaz de recordar ninguno de los temas propuesto a meditar.
Otro día especial, aunque me escudo en los años para no decir ni fecha ni motivo y así no demostrar mi muy lejano conocimiento del tema, era aquel en que los sacerdotes tenían que celebrar Misa tras Misa, en forma continuada. No recuerdo cuantas Misa tenían que decir, pero también había competencia tacita, entre la chiquillada, de quien acolitaba mas Misas.
Tampoco consigo arrastrar de mi memoria, si al igual que el Celebrante que comulgaba en cada Misa, los que acolitábamos también lo podíamos hacer… creo que sí, o por lo menos más de una vez lo hice: dicen que “lo que no mata engorda” y si eso reza para lo corporal, más debe rezar para lo espiritual, ¿si? ¡Digo, no sé, pregunto!
Cuantos otros temores comunes más serán infundados, como el de no hacer esfuerzos después de comida, pues jamás de los jamases supe que alguien enfermó en el seminario por jugar al fútbol inmediatamente después del almuerzo, o de corretear a todo dar, después de la cena.
No es necesario traer el recuerdo de los paseos al Viejo San Juan, cruzando las pistas del aeropuerto militar de Las Palmas, casi bordeando la otrora novedosa urbanización de San Roque. Tampoco hay esfuerzo en rememorar las dominicales salidas hasta la parroquia de San Pedro en Chorrillos, o aquella caminata hasta la localidad de Santa Clara, esos recuerdos no necesitan permiso y viene y van con suma facilidad.
Lo que relato, es lo que recuerda una mente, al filo de la adolescencia, de la vivencia de una época diferente, recuerdos de una época mejor.
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