El peligro realmente es no percatarse que la flecha ha sido dirigida hacia el camino por donde vendrán tanto los enemigos como los aliados. Se le ha ordenado dispararla sin ninguna preocupación del caso. Es más, al intentar rescatar un poco de cordura y hacer ver lo fatal de la decisión, fue vapuleado por la mirada hosca del rey que en ese instante dirigía su mano hacia el camino. Así que el arquero obedeció. Disparó la flecha con el único argumento que no podía eludir: la degradación. El que haya sido escogido para este tipo de trabajo lo colocaba en el más alto rango de los de su clase. El mejor de todos. Ahora sabía por qué muchos desistían de hacerlo. Ya no le parece tan extraño que en la competencia los demás rivales disparaban sus flechas a todos lados menos al blanco. A él se le ocurrió atinar para ganarse tal privilegio. La partida de la flecha es una decisión que en ese momento lo agobia. Verla en el aire antes de caer y dar en algún cuerpo mantiene toda su alma en tensa concentración. Prefiere ya verla partirse en el aire, ser desviada por el viento. Esta sensación de que todo lo humano no tiene remedio comienza a inspirarle desconfianza. Esa idea de humanizarse del todo para convivir con esta especie se está convirtiendo en su más grande error. Mira hacia el frente y oye un alarido. La flecha habrá dado en algún blanco, en otro humano. Pero nadie presta atención a eso. El rey y los súbditos miran con estupor la carrera de la bestia que huye por el sur.