El griterío se acuna en el centro de la arena. El cuerpo robusto y negro del animal transpira con esfuerzo. Reclamando aliento cada segundo sus belfos no paran de inhalar y exhalar con furia, ansias de absorber todo el aire. Las pezuñas aún sostienen su increíble tamaño sobre la arena. El alarido del público sigue llenando el centro del ruedo, mezclándose con el sol en pleno. Cada grito es parte de la escena, de los latidos, del palpitar grave que hace del animal una víctima a punto de ceder. En posición de ataque mantiene erguida su cabeza, mirando al frente a través de sus ojos brillosos. El lomo tenso y sangrante: tres espadillas cuelgan de su carne y la sangre chorrea. Todo es nada y vacío. Solamente existe el toro impregnado de una furia jamás sentida, nunca percibida en sus poros. Ahora está allí como un signo indescifrable que tiene que vivir hasta que disponga la voluntad ajena de alguien más. La verga inflamada por el calor y la acción, el bullicio, la pelea sin lógica que amenaza con terminar en próximamente su cuerpo vencido. Sólo le queda restarle a lo poco que queda de su vida las fuerzas necesarias para la última embestida. Una sin sentido y fatalista. En medio del griterío el toro es una causa. Se siente cada ruido ligado a su más ínfima gota de sangre. Baja la cabeza y apunta los cuernos. La bulla aumenta. No ve nada sólo sabe que dispone de un tiempo demasiado corto para calcular, arremeter, y tal vez, si existe un dios supremo —que no se parezca al de todos esos salvajes que claman desesperadamente su rendición—, lo libere de la duda y el miedo sin ningún tipo de dolor. Embiste, sale disparado por una fuerza, más dirigida a darle fin al sufrimiento que a una victoria poco probable. Endurece el pescuezo, ataca con un odio parecido al humano. Una ofensiva contra la nada, hacia un rival invisible en medio de la arena.